Julio Trujillo

Tras los pasos de J. H. Prynne

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Julio Trujillo
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Fui de chofer y pareja consorte a Cambridge a que mi esposa diera una conferencia sobre Elena Garro, pero tenía una misión secreta: seguir los pasos y rastrear los libros de J. H. Prynne, leyenda viva, poeta de culto que el gremio cita pero apenas entiende, fuente de anécdotas y malentendidos, el gran modernista tardío del Reino Unido, autor de plaquettes inconseguibles, reacio a las entrevistas y apariciones públicas, devoto de la contradicción, fellow célebre del Gonville and Caius College, maestro queridísimo, ciclista fantasma, corresponsal de Charles Olson, chamán, dueño de una intransferible voz poética cuyo hermetismo es tan sólo la promesa de una revelación (un crítico recomienda leerlo, abandonarlo dos años y volver a leerlo).

Como Newton, como Darwin, como Wittgenstein, una figura de Cambridge, pero circulando (Prynne tiene 88 años y sigue siendo uno de los poetas más jóvenes de esta isla rica en poetas).

Como suele suceder, mi expedición me deparó otros hallazgos, inesperados, los mejores, como el fragmento de un concierto de las suites de Bach que una bella chelista dio exclusivamente para mí, cuando me asomé con total imprudencia a la capilla donde ella ensayaba y me invitó a pasar y sentarme, solos los dos, con esa música y esa arquitectura invocando un poder superior a nosotros. O como el Canaletto que descubrí cuando me metí al Museo Fitzwilliam a refugiarme de la lluvia, y de repente, chorreando agua y rodeado de turistas japoneses, ese cuadro pequeñísimo mostrando el Palacio ducal de Venecia, casa del Dux, con un detalle tan fino en la definición que acerqué mis narices a un milímetro del lienzo para entenderlo mejor, para creerlo. O como el helado de vainilla tostada en Jack’s Gelato que no olvidaré…

Pero mis pasos me llevaron finalmente a Heffers, la librería donde encontré la edición que hizo NYRB de The White Stones, el libro más famoso de Prynne. ¡Dieciséis libras! No lo compré, pero lo escondí en la sección de arqueología. Fui entonces a un par de bellas librerías de viejo disimuladas en las callejuelas de Cambridge. Nada en la primera, pero en la segunda me mandaron al sótano, donde un caballero calvo y con bifocales me dijo que, por supuesto tenía libros de Prynne, que lo esperara un minuto, y desapareció tras una puertita. El minuto se alargó y mi expectativa también. Después de lo que me pareció una eternidad, el hombre regresó con una pila de ejemplares muy delgados en las manos. ¡Originales de Prynne! El hombre vio mi emoción y me dejó solo con los libros, no sin antes soltar esta bomba: “No los puedo vender, aún no tienen precio, pero deben andar en las tres cifras”. Ante mis ojos desfilaron primeras ediciones de The White Stones, Kitchen Poems, A Manner of Utterance, Acrylic Tips y un librito color rosa metálico titulado High Pink on Chrome que ahora es, no me pregunten por qué, mi objeto de deseo. Le di mi correo electrónico al librero para que me enviara los precios cuando los tuviera: el dato será escandaloso, pero quiero saber. Mientras tanto, lo leo en línea y dejo que el mito crezca un poco en mi imaginación, el mito de J. H. Prynne, quien escribió: “El lenguaje es un sistema emocional humano, una máquina de amor no sólo en la nomenclatura sino en la sintaxis de la pasión”.