Para mi madre, en su cumpleaños
Al asomarme con timidez, cautela y una especie de respeto sacro a la vida y obra de Paul Celan (el gran poeta europeo de la posguerra del siglo pasado, poeta cuyas palabras surgen del exterminio, poeta de la imposibilidad del logos y de la lucha eterna con el lenguaje, poeta del enigma de la expresión herida de muerte, poeta del vacío y del mutismo, poeta de la salvación por la palabra), descubro que muchas de sus primeras aproximaciones al poema, sus ejercicios juveniles en los que la propia voz gradualmente se autodescubre, están dedicados a su madre.
El primer poema que se le conoce es un soneto fechado por él el “Día de la Madre, 1938”, cuando el poeta tenía 18 años, y un año después le dedica un nuevo soneto en el que la madre “purifica como la muerte”. Pocos años después, en 1942, en su ausencia, sus padres serían deportados a Transnistria y no tardarían en morir, él de tifus y ella ejecutada. Este trauma marcaría a Celan para siempre, pero no es el padre el que figura en su poesía, sino ella, Fritzi Schrager, ávida lectora de libros alemanes quien insistió que en su casa se hablara alemán. Al enterarse de su muerte, a Celan se le viene todo el invierno encima y escribe “Está cayendo, madre, la nieve sobre Ucrania”.
Se ha señalado una y otra vez la decisión de Celan de escribir en alemán, la lengua del crimen, la lengua del exterminio. Es, sí, una decisión que carga a ese idioma con un lastre de acusación, que expresa paradójicamente el sufrimiento de los judíos en el idioma de sus verdugos. Pero es también su lengua materna, su Muttersprache, la lengua de Fritzi, y al articular su resistencia personal en ese idioma, Celan también está manteniendo viva a la madre a través de la palabra.
Su mejor poema juvenil, “Copos negros”, de 1943, recrea un diálogo con su madre en que el hijo habla en la primera estrofa, la madre en la segunda y el hijo vuelve a hablar y cerrar en la tercera. El padre ha muerto, la nieve cae y la madre le suplica: “Ay, un paño, para envolverme en él cuando brillen los cascos”. Quiere arroparse: “Un chal, sólo un delgado chal para tener / a mi lado ahora que aprendes a llorar”. ¿Qué puede hacer el poeta en la distancia ante un lamento así? El hijo responde: “Se desangró todo el otoño, madre, y la nieve me quemó: / hurgué en mi corazón para llorar / y ahí estaba el aliento del verano / como tú. / Entonces vino el llanto. Tejí el chal”. El contrapeso de las lágrimas es el tejido del chal: la fuerza destructora del dolor es enfrentada con la fuerza creativa del poema. Celan reacciona, ante la pérdida, con el lenguaje: teje un texto para el invierno, cumple la petición de su madre y le ofrece un manto de palabras. Como apunta su biógrafo John Felstiner: “El poema ‘Copos negros’ encierra en un solo momento la catástrofe judía en Europa, la pérdida personal de Paul Celan y su vocación poética. Escuchamos que su madre le pide un chal: él escribe un poema y restituye para ella algo, al menos, en su lengua materna”.
Ése es el poder y el valor de la poesía, que sobrevivió a Auschwitz y pasó a través de “las mil oscuridades del habla asesina”.