Entre mis dedos índice y pulgar
yace la pluma.
Yo cavaré con ella.
Seamus Heaney
Soy malo para los números, pero hay cifras que, para centrarme, procuro tener siempre presentes. Una de ellas, la primera, es doce mil millones. De años. Aproximadamente fue entonces cuando aconteció la gran explosión, el Big Bang que fija el suceso más antiguo del universo.
Como atemorizado por tan inabarcable cifra, me digo que sólo diez segundos después ya se habían formado las partículas elementales. Da vértigo. El sol que en este instante me calienta empezó a brillar hace cinco mil millones de años, y la Tierra tiene una edad cercana a los cuatro mil seiscientos millones de años. La vida en ella, hoy tan amenazada, comenzó hace tres mil quinientos millones de años. Hay que dar un salto gigantesco para rastrear los restos más antiguos del homo sapiens, hace trescientos mil años. Un parpadeo. A veces me parece ridículo darme la hora: son las diez de la mañana y este día se consume velozmente. La perspectiva es una gran maestra.
Temporalmente, nuestra presencia es apenas significativa, pero nuestro desarrollo ha sido intensísimo e implacable, constantemente depredador. La gran pensadora María Zambrano dice: “El hombre, devorador universal de todo, de todo lo que puede, animales y plantas, la tierra misma, a la que devora arrasándola, de otro hombre, de sí mismo, hasta su total combustión, hasta el suicidio”. Es cierto que la historia y la prehistoria (ésta última definida por Pascal Quignard como “la extremadamente larga historia del exterminio de la megafauna”) están protagonizadas por la extinción de unas especies y por la evolución de otras, pero sólo en los seres humanos hay una pulsión autodestructiva, una ambición de acumular que se olvidó hace mucho de las cosas básicas. Regresar parece imposible, desandar nuestros pasos hasta alcanzar ese momento en que “la palabra luz parecía resplandecer y la palabra noche era oscura”. Elegimos una sofisticación que ha sido admirable, por un lado, y catastrófica, por otro. Tal vez era inevitable.
Hace tres días murió un poeta que parecía milagrosamente conectado con la prehistoria, como intuyendo siempre sus conexiones paleolíticas: Clayton Eshleman. No es fácil leerlo, su obra está hecha de capas yuxtapuestas que quieren expresarse simultáneamente. Esas capas, él lo sabía, son una imagen de la historia del mundo y producen una opacidad que, en sus propias palabras, “hay que perforar”. Perforando nos reconocemos. Perforando nos ponemos en contexto. Perforando nos leemos. De hecho, leer es perforar. Sería más fácil entender, perforando, que esta pandemia es una réplica de la naturaleza que nos obliga a repensar nuestra arrogancia, nuestra presencia viral en el minúsculo espacio de tiempo que nos ha tocado habitar. El poeta lo intuyó. También nosotros deberíamos reconocernos, con urgencia, como el fruto de un vasto árbol genealógico que está a punto de dejarnos caer con universal desdén. Tenemos apenas unos minutos, un par de siglos, según la escala que elijamos, nadie lo sabe. ¿Qué vamos a hacer con nuestro tiempo, valiosísimo y fugaz? Podríamos comenzar por perforar la opacidad.