La permanencia de lo fugitivo

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo<br>*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.<br>
Julio Trujillo*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: larazondemexico

El otro día, leyendo un libro de mecánica cuántica para tontos, tuve una revelación. Le llamo así porque para mí lo fue, aunque para la ciencia es sólo un dato, un eslabón más en la infinita cadena del conocimiento. El dato es que el tiempo brinca, no es continuo. Brinca como una pulga de un momento a otro, y ese brincar es la textura que lo constituye todo. Nada es, pues, sino que todo deviene. Pido disculpas por mi descubrimiento del hilo negro, pero es que ese hilo, precisamente, no es una línea tersa sino un puro chisporroteo.

El tiempo es un enigma fascinante que no sólo compete a la ciencia: los filósofos se sumergen en él, y los poetas surfean sus olas con estilo. Dos filósofos-poetas, ambos franceses, tienen bellos estudios sobre el tiempo: para Bergson, hay un tiempo sensible que escapa a los relojes y cuya duración es emocional; para Bachelard, el tiempo, reducido al instante, es pura creatividad. Ovación de pie para ambos. Según la mecánica cuántica, el tiempo es muchos tiempos simultáneos y se puede medir sólo hasta cierto punto, después del cual, sencillamente, no hay tiempo ya, el tiempo deja de ser. Esa medición del tiempo está basada en la teoría que provocó mi personal eureka: la teoría de la granularidad, que intento explicar aquí para entenderla yo mismo y para regocijarme en su arsenal poético.

El tiempo que miden los relojes está cuantificado, tiene ciertos valores y no otros, es granular. Hay una mínima escala para medir fenómenos, y la más pequeña de ellas, el más minúsculo brinco de tiempo medible, llamado “tiempo de Planck”, equivale a una cienmillonésima de trillonésima de trillonésima de trillonésima de segundo. Un tiempo pequeñísimo. Tú, acaso, no lo sientes, ni tu reloj lo mide, pero ahí está, brincoteando: es discontinuo, no fluye uniformemente. De hecho, la continuidad es una fórmula que nos inventamos para acercar cosas finísimamente granuladas, un pegamento demasiado humano. Y la granularidad está en todo, está en la luz y está en la piedra. Esto lo supieron Einstein y Max Planck hace mucho tiempo. Es fácil, en un día soleado, ver la granularidad de la luz. ¿Pero la piedra? ¿No es la piedra la cosa por antonomasia?, pues no, la piedra no es una cosa sino una fiesta que, en este momento, en tu mano, ha cuajado de cierta forma pero ya se está transformando, reduciéndose a polvo, como tú.

El mundo es una serie de sucesos, la impermanencia es ubicua, una roca es un larguísimo proceso, todo vibra en los campos cuánticos, los relojes se derriten como intuyó Dalí, se desgrana la matriz de la realidad y lo sólido se derrumba frente a la esfera móvil de nuestra visión, las cosas mismas nos regalan un instante de monotonía para poder aprehenderlas en su huida, el cambio reina aquí y allá, sólo hay certeza en la transformación.

Y entonces volvemos a Aristóteles, que hace dos mil cuatrocientos años, sin reloj ni microscopio, definió al tiempo como la medida del cambio. Podríamos decir que dio en el blanco, pero el blanco es móvil, está bailando y no tiene centro. ¡Qué mareo!

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