El perro del destino

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo<br>*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.<br>
Julio Trujillo*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: larazondemexico

Un poco pasmado todavía ante los nuevos hallazgos hechos en la residencia del romano Aulus Rustius Verus, en Pompeya, que mantendrán ocupados a arqueólogos e historiadores por mucho tiempo, descubro que en su sala de banquetes (oecus) no sólo están plasmados los orígenes de la Guerra de Troya, sino los resortes que han movido a la humanidad desde que el mundo es mundo.

Y todo concentrado en dos frescos maravillosos que la erupción del Vesubio respetó, dos frescos representando dos mitos que son hitos contiguos, y que los invitados del buen Aulus podían disfrutar e interpretar mientras cenaban lujosamente y mientras, en otra habitación, los esclavos que mantenían funcionando la exitosa panadería del empresario romano se hacinaban. Ah, la historia, sus ciclos y arquetipos.

En el primer fresco, podemos ver a Apolo intentando seducir a Casandra, de gran belleza ella, sacerdotisa troyana, hija de Príamo y Hécuba. Como dicta el librito mitológico, Apolo recurrió a una estratagema de seducción: le concedió a Casandra, a cambio de sus favores, el don de la profecía. Según Esquilo (hay otras versiones), Casandra, ya clarividente, se arrepintió y se echó para atrás, rechazando a Apolo. Como los dones dados no se pueden arrebatar, Apolo, colérico y despechado, se le presentó en sueños y le escupió en la boca, quitándole a Casandra, con ese gesto brutal, la facultad de la credibilidad. Tenemos entonces a un fascinante personaje: una profeta incapaz de persuadir a sus oyentes, un mito que le inspiró al Gaston Bachelard la teoría del “complejo de Casandra”, en la que aspectos típicamente femeninos como la intuición y la imaginación son sistemáticamente desoídos por la tradición viril. El resultado de que nadie le creyera a la sacerdotisa fue catastrófico y está plasmado en el segundo fresco del oecus de Rustius Verus: ahí podemos ver a Helena de Troya junto a Paris, identificado con su nombre en griego antiguo, Alexandros. Es el momento en que ambos se conocen. La historia es de sobra conocida, pues fue el amor entre ambos, y su fuga de Esparta, el que desató la madre de todas las guerras. ¡Y Casandra lo advirtió, vio la ruina que traería Paris e incluso se opuso a que el colosal caballo de madera entrara en la ciudad! Lo vio, pero no pudo hacer nada para evitarlo.

Esos dos momentos, el castigo a Casandra por rechazar a Apolo y la inevitabilidad de la Guerra de Troya, vista por ella en el momento en que Paris y Helena se conocen, adornaban la sala de banquetes de un poderoso romano cuando la furia del Vesubio lo sepultó todo. Seducción, rechazo, venganza, enamoramiento, traición, guerra: todo está ahí, detenido en el tiempo bajo la protección de las volcánicas cenizas, como si no hubieran desfilado los siglos y todo hubiera sucedido ayer. Y algo más, una presencia enigmática y central en el espacio que separa a Helena de Paris, acaso un poco antes de la inevitabilidad, tal vez deteniendo el alud del destino: se trata del perro de Paris, un perro pastor, un mastín originario de la Antigua Grecia cuya raza, molossus, se ha extinguido ya. Es una raza mencionada por Virgilio y Aristóteles por su fiereza, pero al perro moloso del fresco de Pompeya se le ve preocupado: acaso algo sabía, como Casandra, algo que ni toda la fiereza del mundo podía combatir.

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