Pintar la blancura

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Ahora que Rusia y Ucrania están trenzados en una terrible, injusta invasión, pienso en Nadezhda Mandelstam (1899-1980), la gran escritora rusa que creció en Kiev y que vivió gran parte de su vida bajo la mirada amenazante de Stalin.

Esposa del poeta Ósip Mandelstam, cuando éste fue apresado y posteriormente murió en un campo de tránsito en Siberia, ella, en palabras de Seamus Heaney, “se convirtió en una guerrilla de la imaginación, dedicada a la causa de la poesía, a la preservación de los logros de su esposo y de sus manuscritos en particular”. 

Esa preservación fue originalmente mnemotécnica: para salvarla de la censura y del olvido, Nadezhda memorizó la obra poética de Ósip y fue, además de una “guerrilla”, un heroico “archivo” humano gracias al cual conocemos la obra del poeta. Pero Nadezhda Mandelstam fue más que eso. Escritora por derecho propio, testigo imprescindible del terror estalinista, Mandelstam es autora de las memorias Contra toda esperanza, tan cruciales y reveladoras como el Archipiélago Gulag de Aleksandr Solzhenitsyn. Nómada a la fuerza, Nadezhda fue una exiliada al interior de Rusia, en constante movimiento y huida hasta que pudo volver a Moscú tras la muerte de Stalin. Y fue ahí, en Moscú, cuando ella era ya una leyenda y la muerte la acechaba, donde la visitó, como un peregrino más atraído por el imán de su personalidad, el escritor de viajes Bruce Chatwin.     

El delicioso encuentro entre Chatwin y Mandelstam es básicamente un diálogo que aquél rescató en su libro What Am I Doing Here. Yo quiero rescatar ese rescate.

Era una tarde nevada en Moscú. Mandelstam, enferma, recibió a Chatwin en cama. De su boca colgaba un cigarrillo. “Su nariz era un arma. Uno sabía con seguridad que era una de las mujeres más poderosas del mundo, y que ella también lo sabía”. A Chatwin le habían recomendado que le llevara tres ofrendas: champagne, novelas baratas y mermelada. Al mirar la botella, dijo: “¡Bollinger!”, decepcionada. Miró los libros y dijo: “¡Roman policiers! ¡La próxima vez que vengas a Moscú tráeme verdadera basura!”. Pero cuando Chatwin produjo los tres frascos de la mermelada de naranja que hacía su madre, ella apagó la colilla y sonrió: “Gracias, querido, la mermelada es mi infancia”. Luego le preguntó a Chatwin si en su país aún había grandes poetas “de la estatura de Joyce o Eliot”. Chatwin susurró el nombre de Auden. “Auden no es lo que llamaría un gran poeta”, fue la respuesta. Y una nueva pregunta: “Dime, ¿fue Hemingway un gran novelista?”, “No siempre, pero los cuentos de la primera época son maravillosos”, replicó Chatwin, a lo que ella agregó: “Pero el gran novelista estadounidense es Faulkner. Estoy ayudando a un joven amigo a traducirlo al ruso. Debo decirte que estamos teniendo muchas dificultades. Y en Rusia ya no hay grandes escritores. Tenemos a Solzhenitzin pero incluso él no es tan bueno. Su problema es éste: cuando cree que está diciendo la verdad, dice las más terribles falsedades, pero cuando cree que está inventando una historia, entonces, a veces, atrapa una verdad”.     

De la pared colgaba, torcido, un cuadro blanco, blanco sobre blanco, de un pintor judío ucraniano que Chat

-win reconoció. “Veo que tiene un cuadro de Weissberg”. “¿Puedes enderezarlo? Le aventé un libro sin querer. Weissberg… Es nuestro mejor pintor. Tal vez eso es todo lo que uno puede hacer hoy en Rusia, ¡pintar la blancura!”.