El mar es una frontera y también un personaje, un ente vivo.
Lo saben la historia y la literatura, pero también lo sabe el individuo que ve alzarse una ola del doble de su tamaño para maltratarlo como a un muñeco, o la pequeña tripulación que, mar adentro, se ha desorientado completamente y quedado a merced de las mareas y las corrientes.
El agua es una némesis extraordinaria que, aun hoy, sentimos que debemos conquistar. Ya Homero hizo que, en La Ilíada, Hefesto quemara la corriente del río Escamandrio, y las flamas de ese incendio tenían la apariencia del sol… Querer vencer al agua, buscarle pleito a un río, retar al mar, con todo lo ridículo que pueda sonarnos, es una antigua pulsión humana, destructiva y autodestructiva, impulsada por la ambición y un aire de endiosamiento.
No hay mejor ejemplo de esta rivalidad (en la que siempre llevamos las de perder, porque nuestra última “victoria”, que es la depredación, es en realidad un golpe suicida) que la historia de Jerjes y el Helesponto. Aproximadamente medio siglo antes de Cristo, Oriente y Occidente peleaban en las que se conocen como “Guerras médicas”, la antigua Grecia contra el gran Imperio Persa. En su segunda expedición, Jerjes, rey de los persas, hijo de Darío, necesitaba sólo franquear un brazo de agua de aproximadamente siete estadios, o sea 1,200 metros, para dejar caer su violencia sobre Occidente. No mucho, poco más de un kilómetro de olas, conocido como el mar del Helesponto, que era y es un gozne entre el oeste y el oriente. Jerjes mandó construir un puente de barcas, estrategia que se siguió usando hasta la Segunda Guerra Mundial: lanchas, balsas y barcos aparentando un piso firme para cumplir la fantasía de caminar sobre el agua. Cuando los trabajos estaban casi terminados, el mar, el tremendo mar, al que no hay que desafiar, dio un pequeño coletazo e hizo añicos el puente de Jerjes. ¿Qué hizo Jerjes? Algo patético y hermoso, a mi parecer: mandó flagelar al mar, ordenó que le dieran trescientos azotes y, aun más, que lo insultaran, que lo “cubrieran de oprobios”. Lo cuenta Heródoto muy bien. Jerjes, además de los latigazos y los insultos, mandó que arrojaran al mar dos cepos con una marca de fuego, para deshonrarlo. En realidad, lo que el estratega quería conseguir era quitar el miedo de sus hombres a esas aguas
míticas y temibles.
La flagelación del Helesponto tiene un aire indudablemente épico que durante unas horas tuvo también el incendio del viernes pasado en el Golfo de México. Un ojo de fuego en pleno mar, comparado con Mordor, cautivó nuestra atención y acaso revivió viejos, antiguos miedos. Pero la furia de Jerjes es hoy la avaricia, la avidez de las compañías petroleras que siguen apegadas, con el aval y apoyo del gobierno mexicano, a un modelo extractivista de combustibles fósiles. La práctica ya debería de ser inoperante, es voraz con el medio ambiente e implica riesgos altísimos, como ya se pudo ver. Ese “infierno circular”, ¿qué tantos ecosistemas habrá dañado? Y es apenas un botón de muestra (un botón de fuego) del daño que nos podemos hacer y nos estamos haciendo. No es sensato desafiar al mar así. Las represalias de la naturaleza, del agua mítica, seguramente serán terribles.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.