Julio Trujillo

Sara Fricker y su esposo

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Julio Trujillo
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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En una estancia reciente en Somerset, aprovechamos para visitar la cabaña en la que el poeta Samuel Taylor Coleridge vivió de 1797 a 1799. El lugar se encuentra al pie de las hermosas Colinas de Quantock, y nos esperaba bajo esa constante y apenas perceptible llovizna característica de estos lugares y que tiene el onomatopéyico nombre de drizzle. Reconstruido casi en su totalidad, debo decir que no estaba yo muy impresionado con el lugar, salvo por la evidente miseria en la que debieron vivir el poeta y su familia. Pero una presencia, casi un fantasma, saltó de inmediato al primer plano de nuestra atención cuando leímos una tarjeta que decía más o menos esto: “En esta cabaña, Sara cocinó, limpió, cuidó a los niños y trabajó para que Coleridge pudiera dedicarse a su poesía y salir a caminar y descubrir los alrededores de Nether Stowey”.

La tarjeta se refiere a Sarah Fricker, nacida en 1770, la mayor de tres hermanas que conocieron la vida en la ciudad de Londres y eran elegantes y educadas. Al igual que la “h” de su nombre original (que Coleridge le pidió que eliminara), Sara desapareció gradualmente de la historia para convertirse en la casi invisible fuerza de trabajo y sacrificio que no sólo permitió que su esposo Coleridge fuera Coleridge, sino que pudiera cultivar su creciente adicción al opio.

Como decía, su presencia en la cabaña es ubicua, como si las ensoñaciones del poeta se hubieran esfumado y sólo quedaran en el lugar los fundamentos menos románticos, pero más necesarios, del trabajo diario de ella. Sabemos que vivieron en una pobreza casi total, que él constantemente tenía invitados e incluso huéspedes y que todos los días los pies le ardían por salir a dar las largas caminatas que eran de su predilección. Sabemos, por ejemplo, que una de esas tardes después de comer, con los Wordsworth como invitados y ya dispuestos a salir todos a hacer una típica exploración y hacer la digestión, Sara accidentalmente dejó caer leche hirviendo sobre los pies de su marido, de tal forma que tuvo que quedarse con ella arreglando la casa (le ardieron literalmente los pies). Sabemos que a Coleridge le gustaba refugiarse en la biblioteca de su vecino Tom Poole mientras Sara lidiaba con los niños. Sabemos que Sara no pudo acompañar a Coleridge a un viaje a Alemania para ampliar sus conocimientos de filosofía y teología porque estaba por nacer su segundo hijo, Berkeley, y que cuando éste falleció poco después, el poeta tardó casi medio año en regresar. Cuando lo hizo, anotó en una carta: “Pobre Sara, cansada hasta morir con labores domésticas… la casa huele a sulfuro. Yo, en cambio, hundido en Spinoza, me mantengo tan tranquilo como un sapo en una roca”.

De los cuarenta años que duró su matrimonio, estuvieron juntos menos de seis. Se separaron en 1808, pero ella retomó el contacto con él en sus últimos años, mientras el autor de “La balada del viejo marinero” combatía su adicción. Él murió en 1833 a los 61 años y ella murió en Londres en 1845 a los 75. Es cierto que no pocos de los grandes poemas de Coleridge fueron escritos en la cabaña de Somerset, pero no podemos ignorar ni debemos olvidar que hubiera sido imposible sentarse a escribirlos sin el apoyo total de Sarah Fricker.