Al sueño de la vida hablan despiertos

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Me gusta la idea del libro como tablet o dispositivo original e irremplazable, sin necesidad de baterías o cargador, sumamente portátil (con mamotréticas excepciones), accesible en cualquier lugar sin cobertura, sin necesidad de un instructivo, táctil, con cierto olor a bosque, subrayable, autografiable y más valioso conforme más viejo. Como muchas otras personas, soy un fetichista de ese objeto cultural que nos acompaña desde Gutenberg y no tiene visos de extinción.

Las versiones digitales palidecen frente al portento del libro en papel. Es un gran invento, un soporte para traer, llevar, tener y frecuentar conocimiento. Es el mejor amigo del hombre después del perro, o antes, porque no muere, y si el libro es bueno, es también un espejo, ya que no hay dos lecturas iguales y lo que nos dice es lo que extraemos de él con la singularidad de nuestras herramientas. Nadie se baña dos veces en un mismo libro: el adulto que regresa a su lectura juvenil puede verificar, no sin pasmo, ciertos momentos de su propia transformación. La interacción con un libro es siempre doble: nos da un mundo, por supuesto, pero no si nosotros no proyectamos nuestro propio cosmos en él, como si la lectura fuera una sutil e ingrávida forma de la escritura. Lo es, cómo no, de la complicidad, pero no sólo con el autor o la autora, con quien ya hemos formado una especie de milagrosa, casi secreta sociedad, sino con algo inefable e innegable: las voces que nos hablan desde las páginas, los personajes, la música del lenguaje, las ideas. Ese diálogo mudo que sostenemos con el libro nos abstrae de la realidad y nos saca del tiempo: el mundo que nos rodea se desvanece, se petrifica el grano en la cintura del reloj de arena y nada parece suceder cuando, en verdad, todo está sucediendo en el espacio multidimensional de la lectura. Gran cosa, el libro. Las buenas conciencias y la industria le han dedicado un día internacional, que fue ayer, pero el libro impone sus propias fechas y a veces arde en una noche de invierno o lo cubre todo de nieve en pleno verano. Puede ser un talismán: es de mala suerte, para mí, salir de casa sin un libro, como ir desnudo, como condenarme a la verdadera soledad. El cadáver del poeta Percy Bysshe Shelley, totalmente transfigurado por las aguas en que se ahogó, se pudo identificar porque llevaba en el bolsillo un libro de poemas del joven John Keats: algo más que la amistad entre ambos se deduce de la trágica escena, algo como unas cartas credenciales, como un pasaporte para entrar dignamente en la muerte. En un famoso soneto, Francisco de Quevedo se describe a sí mismo rodeado de libros, en conversación con los difuntos, escuchando con los ojos a los muertos, pero… los autores de los libros no están del todo muertos, pues la imprenta, docta y vengadora, los libra de las injurias de los años. Maravilla del libro. Pongo mis ojos sobre una página antigua y me uno, así, a no sé cuántos pares de miradas que antes pasaron por ahí, generación tras generación, interpretando la mismas, inmortales líneas, tal vez del propio Quevedo sobre los libros:

Si no siempre entendidos, siempre abiertos,

o enmiendan, o fecundan mis asuntos;

y en músicos callados contrapuntos

al sueño de la vida hablan despiertos.