Hacia la superficie

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.<br>
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. larazondemexico

Aún no salía yo del pasmo de estar a punto de publicar mi primer libro de poemas, hace un cuarto de siglo, cuando David Huerta me dijo: “Manito, vamos a corregirlo”.

Me asusté, creyendo que el autor de ese animal mitológico llamado Incurable (que yo había leído como quien descubre la Atlántida) había encontrado, como era de esperarse, erratas e inconsistencias en mi titubeante debut. Me citó en su propia casa y acudí temblando: David me recibió, como si estuviera dispuesto a ir a la guerra, armado con un tipómetro, un cuentahílos, lápices, gomas, y la impresión de las pruebas de mi libro dispuesta sobre una mesa de madera. Procedió una larga cátedra de escrutinio del texto que nunca olvidaré, pues esa “mancha” (palabra ya inseparable de él) de tinta que vemos distraídamente sobre la página corresponde a un arte y a una ciencia regidos por equilibrios estrictos. No “corregimos” mis poemas como yo pensaba, sino que estudiamos su puesta en página: la caja, los márgenes y blancos, el descolgado del texto, el tamaño de la tipografía y el tipo de fuente, el espacio entre estrofas (que en inglés tiene un nombre que a él le fascinaba: stanza break), el uso de capitulares, el foliado, etc. Que esa lección haya sido editorial es lo de menos: fue, para mí, la revelación de que la pasión literaria de David, el más metafísico de nuestros poetas, comenzaba en el artefacto mismo que la sustentaba y que hoy llamamos feamente su soporte. La página en blanco, para él, era el potencial escenario de un milagro. Es por ello que lo he imaginado, en la hora de su muerte, ingresando en una especie de paraíso textual.

A esa reunión siguieron otras y dejó de decirme “Manito” para referirse a mí como “Amistad”, apelativo que me sigue conmoviendo y poniendo la piel chinita mientras lo escribo. ¡Qué amistad la suya! Las puertas del Siglo de Oro español se me abrieron bajo la luz de su magisterio, estudiamos la vida y obra de Ezra Pound leyendo juntos a Hugh Kenner y a Donald Davie, nos enfrascamos en una eterna discusión sobre la imagen “clima de ala de mosca” en un poema de López Velarde (discusión zanjada por Gerardo Deniz) y hablamos mucho de Blade Runner… Destaco algunos ejemplos de entre las risas, divagaciones y pláticas perdidas. Pero también hubo dolor y llanto, de mi parte, y fue la mano amiga de David la que me levantó después de una que otra borrasca etílica, misma mano que sostuvo el transparente vaso de agua del que bebí para salvar mi vida.

Pasados los años, David no cejó en su generosidad y escribió en un par de ocasiones sobre mi poesía, sin la salida del comentario amable sino profundizando en su lectura, característicamente. Yo he intentado escribir sobre la suya, esa prolija, densa, insólita y brillante poesía suya. Pero mi deuda es impagable y hoy, sin él, sin mi maestro y amigo (y soy uno entre docenas de casos semejantes, pero él tenía la facultad de hacernos sentir únicos), sólo me queda atesorarlo en la memoria, bucear en el mar de sus versículos (“como si vieras en un segundo toda la mordedura que el tiempo te tiene preparada”) y ascender lentamente hacia la superficie.

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