El temor de no agradar

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo
Julio Trujillo Foto: La Razón de México

Un resultado nefasto de la ultracorrección de nuestros días (que ha inoculado al lenguaje mismo) es la autocensura, que en muchos casos, estoy seguro, ya se da de manera inconsciente. Un censor interno, veloz como la sinapsis, modifica y castra la expresión, para no ofender, para no herir, para no pisar un callo. Deshidratado el lenguaje, las ideas nacen ya pasteurizadas, tibias, temerosas, y se puede atestiguar en la plaza pública la docilidad de intercambios (cuando no son monólogos) enguantados, reacios al contacto con la realidad. Se habla para un auditorio que es manso y linchador, simultáneamente, y así la voz pierde personalidad, pero gana “likes”.

Hacer lo contrario, defender la expresión propia y perseverar en ella, con su carga de ofensas potenciales, de impopularidad e incluso de error, es ya muy raro, una excepcionalidad totalmente socrática. Sócrates, lo sabemos, murió por no perder la autenticidad de su voz, la libertad de poder expresarse, de pensar en voz alta y dialogar. Y pudo salvar su vida, al menos en dos ocasiones clarísimas: en el mismo juicio que lo condenó, retractándose de sus dichos y cediendo a la corrección política; o huyendo, después, cuando ya había sido juzgado y condenado, haciéndole caso a Critón, quien le rogó que escapara antes del amanecer. Sócrates optó por beber la cicuta antes que traicionarse a sí mismo: ser, en la muerte, congruente con su vida.

La defensa que hace Sócrates de sí mismo, su famosa “apología”, es admirable en tanto que cada palabra que dice, siendo siempre fiel a sí mismo, lo condena más y más. La acusación es, por supuesto, ridícula (“se mete en lo que no debe al investigar las cosas subterráneas y celestes, al hacer más fuerte el argumento más débil y al enseñar estas mismas cosas a otros”, corrompiendo, así, a la juventud y descreyendo de los dioses…), pero eso no importa, sino que ante la calumnia insistió en su verdad (como Oscar Wilde), sin condescender jamás a una defensa ad hoc, perseverando en irritar a los jueces. Incluso, siguiendo una lógica suprema, él mismo coincidió en que la condena a muerte era justa. ¿Su falta? Vivir filosofando, examinándose a sí mismo y a los demás. Siendo, sin duda, muy incómodo. Esa muerte, tan icónica como la de Jesús, debería ser hoy ejemplar, pero más bien forma parte de nuestro olvido selectivo. Nos hemos amansado, el miedo a la ofensa nos paraliza, nos autocensuramos todo el tiempo, carecemos de la integridad de Sócrates. “No es difícil evitar la muerte, es mucho más difícil evitar la maldad”, dice, y dice más: “Si ustedes piensan que matando a la gente [léase “cancelando”, por probar] van a impedir que se les reproche que no viven rectamente, no piensan bien”. Y más, al final de su discurso: “Pero ya es hora de marcharnos, yo a morir y ustedes a vivir. Quién de nosotros se dirige a una situación mejor es algo oculto para todos excepto para el dios”. Hoy sus acusadores, sus verdugos, están en el olvido, y Sócrates, muerto, vive siempre. La tranquilidad de ser fiel a sí mismo lo protegió contra el temor a la muerte y contra el temor de no agradar. ¿Sabremos seguir su ejemplo?

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