Ya no habrá muchos poetas como Eduardo Lizalde, quien entendió que sin belleza no hay infierno. Se estremecen las laptops de nuestres poetes por el temor a la cancelación y a llamar a las cosas por su nombre, ese temor que inhibe lo que de veras quiere nacer y expresarse, aunque sea indócil, no se sume a ninguna causa social o política y vaya a contrapelo de la ultracorrección característica de hoy, regida por el trauma y cómoda en su propio cinturón de castidad, máximo lastre de la época: la autocensura.
Ya no habrá muchos poetas finos y rabiosos al mismo tiempo, epigramistas populares, maestros en el arte del vitriolo y la imprecación, tiernos como un gato enorme que sólo sabe matar, como el amor. El tigre, la figura del tigre elegida por Lizalde como metáfora de la muerte que habita en todos nosotros (y como retrato hablado de la pasión amorosa), terminó por devorarlo a él mismo e imponerle hasta su nombre, para ya no ser Eduardo sino Tigre, animal en peligro de extinción, macho feroz que, en celo, “es como un pozo de semen”, “una tormenta de erecciones”. ¿Quién escribiría en esos términos en una sociedad que se cree recién despertada del sueño de la barbarie, woke, y que busca una expresión pasteurizada para sí? El poeta cínico, erótico y esdrújulo es difícil de concebir hoy, ese asiduo de las tabernas en donde el tiempo no pasa y no existen los filtros del pudor, el maquillaje del verbo, el autocorrector de la progresía. Y no deberíamos olvidar que el asco estentóreo de Lizalde provino, justamente, de saberse en una sociedad corrompida, borreguil, productora de poemas socialmente responsables y bonitos…
Pero hay más, mucho más en Lizalde que sus decibeles brutalmente honestos. Hay, centralmente, un filósofo en diálogo con la tradición y en constante lucha contra la certeza del fracaso: el fracaso intrínseco del arte, sí, pero también el descalabro instantáneo de nuestras palabras, la imposibilidad de decir, esa ansiedad wittgensteiniana que puede llevarnos al grito o al silencio... Una corriente de melancolía, disfrazada de ira, atraviesa toda la obra de Lizalde, esa tristeza del pensamiento de la que hablaba George Steiner y que acaso comenzó con el Big Bang, ese gran distractor de la innominada paz cósmica. Y además de un potente poeta metafísico, Lizalde fue un fino poeta lírico que vio en la rosa (la rosa sin porqué de Angelus Silesius) otra metáfora central: la de la belleza gratuita y sentenciada, la del ser que nace herido de muerte. En todos los registros de este poeta, cuya especie escaseará en el futuro, descuella el artesano del lenguaje con oído privilegiado, del escritor que siempre aspiró a la condición musical.
Lo extrañaremos, al Tigre, y lo necesitaremos cuando descubramos que han desaparecido de nuestro menú poético la sal, la grasa y el picante. Los sabores fuertes, digamos, la amargura del fracaso, el filo azucarado de la ironía:
De pronto, se quiere escribir versos
que arranquen trozos de piel
al que los lea.
Se escribe así, rabiosamente,
destrozándose el alma contra el escritorio,
ardiendo de dolor,
raspándose la cara contra los esdrújulos,
asesinando teclas con el puño,
metiéndose pajuelas de cristal entre las uñas.
Uno se pone a odiar como una fiera,
entonces,
y alguien pasa y le dice:
“vente a cenar, tigrillo,
la leche está caliente”.