Julio Trujillo

Yo es otro

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Julio Trujillo
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

La identidad es un problema, sobre todo cuando queremos fijarla o imponerla. Puede ser un buen problema, un dilema filosófico y psicológico (William James dijo que encontrarse con alguien es asistir a una reunión de seis personas: las personas que pensamos ser, las que pensamos que el otro es y las que realmente somos) y un desafío para la neurociencia, que identifica el origen de la identidad en la autoconciencia (ese milagroso desdoblamiento que nos permite pensarnos y que damos constantemente por sentado) y a ésta como el desarrollo de la reflexibilidad cognitiva. La existencia se certifica pensando, según la célebre afirmación cartesiana, y la cabina de control del pensamiento es el inasible yo.

¿Quién soy yo?, ¿quién es yo?, ¿qué es yo?, son preguntas válidas y pertinentes desde hace siglos. “Entre los juncos y la baja tarde / ¡qué raro que me llame Federico!”, se extrañó con perfecta naturalidad García Lorca, y su colega César Vallejo dudaba razonablemente: “A lo mejor, soy otro”. La duda, la rareza y la otredad son, o deberían ser, rasgos característicos de la identidad como esencia móvil y no etiquetada. La identidad como función de nuestras elecciones (que me guste, por ejemplo, el jazz) y no como el descubrimiento de atributos inmutables, según lo ha formulado el pensador indio Amartya Sen, se acerca más a la idea de un yo libre que al tambaleante aplomo con que un neonazi afirma ser lo que es. De manera insuperablemente lúcida, Leon Wieseltier ha dicho: “No respeto a la gente que no es otra cosa que sus raíces.

Los seres humanos no somos plantas. Y si somos plantas, somos más que raíces. Las plantas tienen ramas y flores y hojas. La identidad es el principio, pero no es nunca suficiente, y no puede ser el fin”. La identidad (y su conjugación marcial: la identificación) es algo tan provisorio e incompleto, que debería limitarse a ciertos trámites inevitables y no situarse en el centro de nuestra ansiedad. Es mucho más fácil probar qué no somos (un robot, por ejemplo) que lo que sí somos. El ”yo es otro” de Arthur Rimbaud es acaso la carta credencial que mejor nos define, y tanto, que el precoz poeta de Charleville ha sido confundido él mismo con un simulacro, una imagen suya que no es él sino otro, una fantasía de la inteligencia artificial basada en el proyecto de un tal Luc Loiseaux que mucha gente quiso creer que era cierta. ¿Pero cómo fue posible que creyeran que ese estilizado cabezón con piecitos de geisha era Rimbaud? No importa. Importa que la anécdota le dio la razón al poeta que intuyó una ruptura esencial: que yo no es igual a “soy” sino a “es”, yo no soy yo, yo es otro. Esta movilidad no implica, valga decirlo, que yo decida caprichosamente ser un delfín o una niña de seis años (David Rieff ha hablado de “identidades boutique”), ni que mi constitución física no tenga ninguna gravitación sobre mi ser social —pero ésa es una discusión para otra ocasión—. Por hoy, basta reconocer que yo es otro, entre otras no definiciones, que no somos plantas ni mariposas fijadas con el alfiler de la autoafirmación, que el espejo arroja un rostro muy extraño y que, en efecto, es muy raro que me llame Julio.