El domingo pasado, la oposición al gobierno volvió a marchar por las calles gritando una leve variación de su minúsculo programa de gobierno: la Corte no se toca. El mensaje más notorio de esa movilización fue un asalto violento a quienes protestaban pacíficamente desde hace varios días frente a la sede del máximo órgano constitucional del derecho mexicano.
Los organizadores más ameritados de la jornada opositora reivindicaron mediante un comunicado este rapto de intolerancia. El orgullo libertario de estas huestes se vanaglorió del “desalojo” de quienes consideran agentes de la “deriva autoritaria” del primer mandatario que, supuestamente, promueve a trasmano el desprestigio de los jueces. Un grupo de ciudadanos que disfrutaban del derecho de libre manifestación se impuso con la fuerza física a otros ciudadanos que hacían uso del mismo derecho, sin que los consejeros de la oposición escribieran una sola palabra en contra de un acto de violencia física que siguió a otro de violencia simbólica (la destrucción del memorial de los niños muertos en la guardería ABC, que recuerda también el deslinde de responsabilidades judiciales inhibido por presiones del mandatario en turno contra la Corte).
Las inteligencias “demócratas” tampoco se han manifestado acerca de la violencia simbólica desatada contra AMLO y sus genuinos simpatizantes por lo menos desde 2004; una violencia tan continua y aguda que se ha convertido en estructural y en un obstáculo para alcanzar la sana convivencia democrática. Un odio que ha transformado el debate público en una marisma de resentimientos, quizá de manera irreversible.
Entre dichas inteligencias se alinean quienes irresponsablemente han atizado la violencia con un consejo intelectual, que debió orientarse desde 2018 a la elaboración de un programa político alternativo. Podemos discrepar sensatamente de algunos aspectos del Gobierno actual, pero ninguna inteligencia educada con seriedad y responsable ante sí misma, puede negar que ese Gobierno se afinca sólidamente sobre el fundamento de un modelo de sociedad que se gestiona mediante políticas e instrumentos de Estado; un modelo que articula amplias redes de actores sociales por virtud de sus líneas de acción, que ha actualizado en el paradigma de los Derechos Humanos la tradición mexicana del Estado de Bienestar, y que se ha investido simbólicamente del prestigio de una lectura de la historia de México, en la clave ideológica de la transformación.
Los intelectuales que han privado a los estrategas de la oposición del entendimiento de las claves de la reingeniería social en curso (la reconstitución del Estado, en primer lugar), y con ello, de un modelo alternativo de gestión de una sociedad compleja, los han traicionado. Los slogans (la “deriva autoritaria”) y las tácticas dilatorias contra acciones de Gobierno, confiadas a órganos constitucionales que han terminado por pervertirse, son consejos que inutilizaron a la oposición.
La violencia podría prosperar, como los amparos multiplicados indefinidamente en las barandillas del sistema judicial; la violencia verbal podrá gestar una candidatura presidencial vulgar, pendenciera y estridente… pero esto ni ha sido ni será suficiente para hacer frente a un modelo de Estado.