La democracia no se defiende sola. Las instituciones y los derechos nunca pueden darse por sentados ni conquistados de manera definitiva, pues pueden perderse en un abrir y cerrar de ojos, incluso ahí donde se creen seguros.
A 50 años del golpe de Estado en Chile que derrocó al presidente democráticamente electo, Salvador Allende, y con la autocracia y los populismos avanzando en todas las latitudes, el caso chileno es un recordatorio permanente de las consecuencias de romper los acuerdos democráticos.
Es poco lo que puede decirse que no se sepa ya sobre ese trágico 11 de septiembre de 1973 y las horas que le siguieron, desde la crónica minuto a minuto alrededor del Palacio de la Moneda y el suicidio del presidente, hasta el detalle de quiénes ordenaron cada uno de los terribles episodios de terror, como los estadios llenos de miles de personas que fueron torturadas, asesinadas o desaparecidas. Y, sin embargo, es todavía un abismo lo que se desconoce, pues la dictadura militar destruyó decenas de miles de vidas e hizo todo los posible por esconder sus crímenes con la complicidad de una parte de la sociedad chilena.
Medio siglo después, sigue siendo noticia que el gobierno del presidente Gabriel Boric ha decidido crear una política permanente para que el Estado busque e identifique qué pasó con al menos 1,092 personas que fueron desaparecidas por el régimen de Pinochet y de las que hoy sigue sin saberse qué sucedió. La ruptura que implicó la captura de las instituciones democráticas por el ejército durante la dictadura permitió que todo el aparato del Estado operara con total impunidad. Fue tanto el poder y el terror que lograron ejercer, que incluso hoy el ejército sigue manteniendo oculta información que permitiría esclarecer los crímenes que cometieron, como señala el exministro de la Corte Suprema chilena Carlos Cerda Fernández.
Las historias de las más de 30 mil personas que fueron víctimas de la dictadura han salido a la luz y permanecido en la memoria histórica por la combinación de esfuerzos de quienes resistieron durante esos años y lograron documentar los excesos del gobierno a pesar de todo, pero desde el Estado sigue habiendo una gran deuda que aún debe ser saldada. Sin embargo, la situación no es nada sencilla, pues las pulsiones autoritarias siguen presentes en la sociedad chilena. Algo de ello explica que, aun cuando hay una opinión mayoritaria de que la Constitución chilena debe cambiar —el texto vigente sigue siendo una herencia directa del régimen de Augusto Pinochet—, hay una enorme división que ha hecho fracasar los esfuerzos del constituyente que fueron sometidos a plebiscito el año pasado.
El impasse en que se encuentra la nueva Constitución y el gobierno de Boric forma parte de los desafíos naturales de un régimen democrático en que deben acomodarse los múltiples intereses de la sociedad de manera pacífica, pero contrasta ampliamente con el pasado autoritario, cuando la diferencia se resolvía con el exterminio del opositor. El riesgo de romper las reglas democráticas no es trivial ni es parte de un pasado olvidado.