El poder absoluto de Daniel Ortega en Nicaragua

EL ESPEJO

Leonardo Núñez González
Leonardo Núñez González Foto: La Razón de México

Es por todos conocida la famosa y multicitada frase de Lord Acton: “El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Su popularidad y pertinencia no han disminuido en buena medida porque, sin importar la época de que se trate, siempre hay personajes que muestran su verdadera esencia al tener poder.

Uno de los casos regionales más representativo ha sido el de Daniel Ortega y la espiral autoritaria en la que ha sumido a Nicaragua.

El último hecho preocupante sobre Nicaragua han sido las detenciones de al menos 17 personas, todas voces opositoras al régimen, entre las que se encuentran 4 posibles candidatos a la presidencia, dos excompañeros de guerrilla del propio Ortega, líderes empresariales, jóvenes y feministas, así como integrantes de la sociedad civil organizada. Estas acciones no tienen otra explicación que las elecciones que tienen que realizarse en noviembre y en las que Daniel Ortega está utilizando toda la fuerza del Estado para disuadir, debilitar o neutralizar a cualquier posible rival.

El problema es que estas detenciones no son un hecho aislado y, por el contrario, forman parte de un profundo cambio en el que el sistema político nicaragüense ha concentrado todo el poder en Daniel Ortega. En una triste repetición de la historia, pero ahora como una miserable farsa, Ortega ha pasado de haber formado parte de la guerrilla sandinista que echó a la calle a la dictadura de Somoza en los setenta a convertirse en un dictador igual o peor que al que combatió.

Desde 2018, el régimen de Ortega mostró que no estaba dispuesto a tolerar ningún tipo de disidencia ni crítica. Ante las grandes movilizaciones encabezadas por jóvenes que protestaron ante modificaciones a la seguridad social, la policía antimotines respondió con una fuerza desproporcionada, que terminó con al menos 328 personas asesinadas, más de 2 mil heridos y alrededor de 100 mil exiliados. El salvajismo con el que el gobierno respondió escandalizó a la comunidad internacional y avivó la indignación entre los nicaragüenses. Y ante esta situación, Ortega redobló la apuesta y comenzó a hacer modificaciones legales para reprimir libremente a todo aquel que se atreviera a cuestionarlo.

El Poder Legislativo, dominado por Ortega, aprobó una ley de terrorismo en la que se señaló que cualquiera que participara en acciones de protesta en contra del gobierno era un terrorista. Después se aprobó una ley de regulación de agentes extranjeros, en la que Ortega argumentó que debía detenerse el financiamiento internacional a organizaciones y personas para evitar un golpe de Estado imperialista (un argumento muy similar al que ha hecho López Obrador); una ley de ciberdelitos, con la que el gobierno podía detener a cualquiera que difundiera lo que a su juicio fueran noticias falsas y, por último, una ley de soberanía en la que cualquier acción crítica contra el gobierno se consideraba una traición. Con estas acciones, Ortega ha buscado silenciar e intimidar a todos sus opositores. Lamentablemente, el gobierno de México ha sido de los pocos gobiernos latinoamericanos que no ha condenado estas acciones. Parece que la similitud en sus discursos ha hecho que el poder absoluto de Ortega no sea algo para preocuparse, pero sí lo es.

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