El poder —según el padre de la sociología, Max Weber— es la probabilidad materializada de imponer en otra persona una conducta que, de otra manera, no haría voluntariamente. El poder no necesariamente requiere de una pistola en mano para obligar, sino que puede utilizar mecanismos sutiles para lograr incidir en el comportamiento de otros.
En los regímenes autoritarios y autocráticos (o camino hacia allá), una de las maneras en que el poder se ejerce es obligando a las personas a pensar y hablar constantemente del gobernante o su partido en lugar de los problemas importantes de un país.
Uno de los casos recientes que evidencian esto es la presidencia de Donald Trump. Entre 2016 y 2020 Trump se adueñó del ciclo noticioso utilizando X (en ese momento Twitter) publicando a un ritmo frenético, lo mismo decisiones importantes de política que las locuras que se le ocurrían a mitad de la noche.
Como era el presidente de Estados Unidos, sus declaraciones eran leídas por sus seguidores, pero también replicadas permanentemente en los medios, ya fuera para alabarlas, criticarlas, desmentirlas o burlarse de ellas. Durante los 1,461 días que duró su gobierno, publicó un total de 26,237 tuits: un promedio de 17 por día. Llegó a haber momentos abrumadores, como el 12 de diciembre de 2019, alrededor de uno de los juicios políticos en su contra, en que publicó 123 tuits en un día.
Un análisis de sus publicaciones, realizado por The New York Times, mostró que las 7 cosas para las que Trump dedicó más tuits fueron: atacar a alguien, alabar a alguien, atacar a los demócratas, atacar investigaciones en su contra, alabarse a sí mismo, promover teorías conspirativas y atacar a los periodistas. No había un solo día en que Trump no fuera tema de conversación en los medios, pero también en la vida privada de las personas. Ése es el poder del autócrata o el dictador: meterse en todos lados, como el moho.
Esto no es muy diferente del modelo que Hugo Chávez utilizó en su programa de radio y televisión “Aló, Presidente”, que entre 1999 y 2012 emitió 378 episodios que duraban entre 4 y 8 horas. Se trataba de un programa en que igual se daban anuncios importantes que momentos extravagantes que obligaban a hablar de Chávez en todo momento. Con un promedio de 6 horas por programa, Chávez tomó los reflectores en su programa de variedad por más de 2 mil horas.
En una democracia consolidada, hablar todos los días de un gobernante para alabarlo o atacarlo es raro. Es más importante concentrarse en los problemas reales o en las acciones específicas de política pública para evaluar los resultados de un gobierno. Pero hablar de la realidad es lo que menos importa en un régimen autoritario, pues es muy fácil morder el anzuelo y correr detrás de cada provocación. Se puede resistir, pero eso implica enfrentarse al poder. Pienso en lo que anotó el periodista Julio Scherer cuando entrevistó a Fidel Castro en 1984: “Máquina del verbo, avasalla cualquier límite cuando ha pronunciado las primeras cinco frases. Embriaga y se embriaga y disfruta de su auditorio tanto como éste de él”. No dejarse embriagar por el poder no es sencillo.