“El problema de la corrupción es que, incluso cuando le ganas, te acaba mordiendo de vuelta”, le escuché decir en alguna conversación a Iván Velásquez, antiguo jefe de la extinta Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) y actual ministro de Defensa de Colombia.
Él, junto con muchos periodistas, fiscales, jueces y activistas, tuvo que salir de Guatemala cuando el poder político comenzó su ataque contra los que trataron de hacer algo ante la corrupción sistémica.
A menos de un mes de que haya elecciones en nuestro vecino del sur, vale la pena señalar que no estamos ante unos comicios normales, sino que se trata de otro episodio regional en que el Estado ha decidido volcarse abiertamente contra los críticos y opositores, en un fenómeno que comienza a normalizarse en la región y que parece no hacernos prender las alertas.
La CICIG operó entre 2006 y 2019 como un experimento institucional muy interesante: con el respaldo y apoyo de las Naciones Unidas se creó un órgano independiente con capacidad para investigar y perseguir casos de corrupción. Una de las claves de la CICIG fue que su creación se dio de común acuerdo con el gobierno de Guatemala, el Congreso y la Corte de Constitucionalidad, por lo que tuvo facultades reales para trabajar de la mano con la Fiscalía Especial Contra la Impunidad (FECI).
No hay espacio suficiente en esta columna para detallar todos los resultados de esta colaboración institucional, pero basta decir que incluso fueron capaces de encarcelar a un presidente y una vicepresidenta, así como revelar y perseguir grandes esquemas de corrupción en los que participaban los primeros círculos del poder político y económico del país. El problema es que en su éxito forjaron su propia desgracia: amenazada por un verdadero combate a la corrupción, la clase empresarial y política decidió morder de vuelta. Durante el mandato de Jimmy Morales, y al mismo tiempo que la CICIG estaba investigándolo por financiamiento ilegal en su campaña, se cancelaron unilateralmente los acuerdos de cooperación y se ordenó la expulsión inmediata de todo el personal del organismo independiente.
El gobierno se sacudió así a los molestos “agentes” internacionales, pero también actuó contra jueces, fiscales, periodistas y activistas que se habían sumado a la gran cruzada anticorrupción desde dentro del país. Así, comenzó una operación de Estado para purgarlos y perseguirlos. En cuestión de meses, los acusados se convirtieron en acusadores, congelaron las investigaciones en curso y comenzaron a perseguir legalmente a todos los que los habían enfrentado. Ante esta situación, la única alternativa para muchos guatemaltecos fue salir del país.
En la antesala de las elecciones que se celebrarán el próximo 25 de junio, en Guatemala no sólo han logrado silenciar y expulsar a los que amenazaban con afectar los equilibrios de corrupción e impunidad, sino que también han sido muy exitosos en marginalizar a los opositores políticos. Al igual que en otras latitudes cercanas, los personajes con mínimas posibilidades de triunfar en las elecciones han sido descarrilados gracias a acciones legales para excluirlos, como recientemente pasó con Carlos Pineda, que pasó de liderar las encuestas a la anulación de su candidatura. Deberíamos preocuparnos por estas tendencias regionales, pues no somos ajenas a ellas.