En un periodo de 5 años Perú ha tenido 6 jefes de Estado en una sucesión de crisis institucionales que han llevado a que ninguno de los últimos presidentes haya podido terminar su mandato. El caso de Pedro Castillo, quien intentó dar un autogolpe de Estado y el mismo día terminó detenido, es el más dramático por la intensidad y rapidez con la que escaló el conflicto político, pero se enmarca en un fenómeno más amplio, aunque casi siempre es obviado o dejado de lado: la importancia del diseño institucional de los pesos y contrapesos.
Hay que decirlo con claridad: si alguien es responsable directo del intento de golpe de Estado, sin lugar a dudas es el propio Pedro Castillo. Él y sólo él tomó la decisión de saltar al vacío en una jugada que, además de ilegal por no apegarse a las causales constitucionales que permiten la disolución del Congreso, se hizo sin el respaldo de prácticamente ningún miembro de su propio gobierno. En el momento mismo que Castillo anunció su decisión de disolver al Congreso, llamar a nuevas elecciones para crear una nueva Constitución, gobernar por decreto e instaurar un toque de queda, 12 de sus ministros, junto con la jefa de Gabinete, renunciaron a sus cargos. Las instituciones de justicia, así como las de seguridad y militares, también dieron un paso a un lado y dejaron solo a Castillo. En cuestión de un par de horas Castillo terminó detenido mientras se dirigía a la embajada de México para pedir asilo.
Si bien Castillo decidió motu proprio quebrantar el orden legal, también es necesario señalar el entorno en el que esto sucedió, pues el resto de actores institucionales de Perú mantienen una responsabilidad clara que va más allá de este gobierno y que se extiende a una beligerancia abierta entre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo que ha trastocado los equilibrios institucionales. Un diseño adecuado de pesos y contrapesos permite, recordando la teoría política clásica, que existan controles cruzados efectivos de ida y vuelta entre poderes. Cualquier asimetría en que uno pueda anular al otro abre la puerta al descontrol. Y esto es lo que ha sucedido en Perú.
Por años el Congreso se ha negado a trabajar con los últimos expresidentes y, como resultado de una fragmentación política extrema, ha sido casi imposible hacer avanzar cualquier intento de reforma o legislación que provenga del Ejecutivo. Apostar a la inoperancia para buscar obtener una ventaja política es algo que ya se ha visto antes en Perú, pues cuando el presidente Vizcarra disolvió al Congreso en 2019, la oposición a su partido terminó ganando aún más asientos, con lo que atacó de vuelta y lo terminó destituyendo. Después de eso, el Congreso avanzó con la controvertida Ley 31355, en la que hicieron una interpretación de la Constitución para acotar y anular casi de hecho los poderes cruzados con los que el Ejecutivo podía controlarlos, con lo que han trastocado la esencia misma de los pesos y contrapesos. Así, el problema no se vincula directamente ni con los orígenes, ideas o políticas de Castillo, sino con la inoperancia de un sistema político que ha apostado por la división antes que la negociación y la conciliación.