Por más heroísmo cívico detrás de los ciudadanos que tienen el valor de alzar la voz y plantar cara ante un gobierno injusto y autoritario, cuando las autoridades han abandonado cualquier dejo de respeto por las reglas con tal de aumentar y mantener su poder, oponerse al Estado se convierte en una acción de alto riesgo.
En estos días dos episodios han dado cuenta de este peligro: la salida de Venezuela de Edmundo González Urrutia, quien de acuerdo con las actas de las casillas ganó las elecciones presidenciales, y la expulsión a Guatemala de otro grupo de presos políticos que estaban encarcelados en Nicaragua.
En el caso venezolano, Edmundo González tuvo que pedir asilo político a España después de que el régimen de Nicolás Maduro se lanzó abiertamente a tratar de meterlo a la cárcel. Hace unos días la Fiscalía de Venezuela giró una orden de aprehensión en su contra acusándolo de cinco delitos: usurpación de funciones, instigación a la desobediencia de las leyes, conspiración, forjamiento de documentos públicos y sabotaje a sistemas. Este rosario de imputaciones se deriva de que la oposición venezolana recolectó y escaneó las actas oficiales (generadas por el propio gobierno) con los resultados electorales casilla por casilla de 83% de todo el país, poniéndolas a disposición de todo el mundo mediante una sencilla página de Internet (resultadosconvzla.com).
A diferencia del gobierno chavista, que se declaró ganador de las elecciones presidenciales sin presentar una sola acta de votación, la oposición mostró con evidencias que al menos 67% de la población votó por expulsar a Maduro del poder, mientras que el apoyo al régimen fue de menos de la mitad, con 30% del voto. Haber mostrado al rey desnudo fue un delito imperdonable y, dado que el régimen venezolano ya ha logrado capturar y controlar todas las instituciones públicas desde hace tiempo, pudo lanzarle la maquinaria del Estado a la oposición, encarcelando manifestantes y acusando de delincuentes a quienes los exhibieron con su propia información oficial.
En el caso de Nicaragua, el régimen de Daniel Ortega está varios pasos más adelante en su expulsión del país de los ciudadanos incómodos, pues aquí el gobierno ha pasado del uso de las instituciones para amenazar y encarcelar a llevar directamente a la gente fuera del país. La semana pasada el gobierno nicaragüense tomó a 135 presos políticos que tenía encarcelados, los subió en un avión y los mandó a Guatemala, en donde el gobierno de Bernardo Arévalo abrió sus puertas para darles asilo. Ésta es la segunda ocasión que el gobierno de Nicaragua maneja su taxi autoritario, pues hace un año el gobierno tomó a 222 líderes de la oposición, periodistas, intelectuales, padres de la Iglesia y activistas que mantenía en prisión, los declaró traidores a la patria, les quitó la nacionalidad, se apropió de todos sus bienes y los mandó en un avión a Washington.
En ambos países el éxodo de ciudadanos que ha tenido que huir por la inseguridad, la persecución y el hambre se cuenta ya por millones, lo cual no es un problema para los gobiernos autoritarios cuya verdadera preocupación es el poder y no el bienestar de su población. Lo que sí es un problema para ellos son aquellos que se quedan para dar la lucha.