Hace unas semanas, a comienzos de septiembre, Amnistía Internacional, una de las organizaciones más importantes en el tema de derechos humanos, tuvo que cerrar sus operaciones en India después de que el gobierno populista de Narendra Modi congeló sus cuentas bancarias e impidió que siguieran trabajando.
A India se le conoce como la democracia más grande del mundo, pues a pesar de sus cerca de 1,400 millones de habitantes, las elecciones siguen siendo el mecanismo fundamental para la distribución de poder. Sin embargo, bajo esta etiqueta de normalidad se esconden muchos cambios fundamentales que durante los últimos años han sido introducidos como normalidades con la política nacionalista, populista y xenófoba de Narendra Modi y su (Bharatiya Janata Party (Partido Popular Indio). En particular, el ambiente de división y tensión social ha sido alimentado por un discurso extremadamente violento lanzado sobre las minorías musulmanas, que han sido señaladas como enemigas de la nación y que han sido objeto de políticas que buscan marginarlos política, social y económicamente.
El odio vertido contra todos aquellos fuera del discurso nacionalista indio ha devenido en movimientos geopolíticos controversiales, como la ocupación y violenta integración de la región autónoma de Cachemira, en la que el gobierno indio no dudó en cortar todas las comunicaciones de la zona para impedir que saliera información sobre la intervención. Igualmente se han dado diversas manifestaciones y acciones violentas contra los musulmanes en revueltas que son instigadas desde el partido del primer ministro, que son implementadas por grupos paramilitares extremistas amparados por el gobierno (como el RSS, que tiene alrededor de 6 millones de miembros) y en los que el Estado mismo se ha convertido también en cómplice. De hecho, precisamente Amnistía Internacional documentó y denunció cómo la policía de Delhi participó activamente en las movilizaciones que en febrero de este año terminaron con el asesinato de más de 50 personas y 500 más severamente lesionadas, casi todas musulmanas, y cómo ninguno de los responsables enfrentó consecuencia alguna frente a la justicia.
Ésta fue la gota que derramó el vaso para Narendra Modi. Amparado en una ley diseñada para combatir el lavado de dinero y utilizando un discurso en el que señaló que las organizaciones de la sociedad civil financiadas con recursos internacionales formaban parte de un oscuro entramado de intereses intervencionistas, el gobierno se lanzó contra Amnistía Internacional y, después de una larga campaña de acoso, logró obligarlos a salir del país. Esta táctica no es nueva, pues el gobierno de Narendra Modi ha aplicado esa misma ley para cancelar las operaciones de otras 16,746 organizaciones de la sociedad civil siempre que alguna de ellas se ha acercado a tratar de documentar, denunciar, señalar o investigar alguna de las tantas mutaciones perniciosas que el populismo ha provocado en la democracia india. Para un líder populista no hay nada tan peligroso como una sociedad organizada, vigilante y participativa, por lo que uno más de los rasgos compartidos en casi todos los regímenes populistas es una violencia desmedida contra la sociedad civil, lo cual puede ser el inicio del fin de cualquier democracia.