Hace poco más de una década, Hungría aparecía en prácticamente todos los rankings como un país democrático en proceso de consolidación. Después de que en 2010 Viktor Orbán triunfó y su coalición electoral obtuvo una mayoría de dos terceras partes, comenzó un rápido y violento proceso de destrucción institucional y concentración de poder. Hoy, Hungría tiene una calificación de 45 puntos de 100 en la medición de Freedom House y es catalogado como un híbrido en camino a convertirse en una autocracia.
En esta regresión, el control de las universidades ha sido fundamental para el régimen autoritario y populista de Orbán.
Cada movimiento y gobierno populista tiene características propias, por lo que es muy difícil hablar de un modelo único que todos compartan. Por el contrario, la forma en que el populismo logra echar raíces, crecer y gobernar debe analizarse en función de cada tiempo y lugar. En el caso de Hungría, es necesario considerar el complejo proceso que inició después del colapso de la Unión Soviética, pues después de ser un títere de Moscú, todo dio un giro de 180 grados para orientarse hacia el oeste e implementar las reformas necesarias para convertirse en un país miembro de la Unión Europea.
El problema fue que este proceso generó un sentimiento de humillación y resentimiento, pues, como relata Stephen Holmes en su libro The Light that Failed (La luz que falló), desde las instituciones europeas se dictaron las medidas que debían tomarse, mientras se simulaba que los países del antiguo bloque soviético se gobernaban a sí mismos. Además, esta transición a la democracia fue problemática, pues la mayoría de los poderes fácticos del pasado logró asegurar su permanencia en el nuevo régimen. Éste es el contexto en que surgió un movimiento populista que dirigió su discurso contra las élites y se opuso a esos valores liberales, que pretendían imponerse desde Bruselas. En la visión de Orbán, Hungría definiría su propio camino y, si en ese proceso tenían que violar derechos humanos, destruir instituciones o atacar esos principios liberales que se veían como una imposición extranjera, no habría problema.
Orbán ha atacado y minado el trabajo de cualquiera que exprese su opinión crítica y pueda representar una amenaza para su régimen. Las instituciones educativas no han sido la excepción. En 2018, por ejemplo, bajo la premisa de que los estudios de género eran un peligro para su visión tradicional de la sociedad, de un plumazo quedó prohibido su enseñanza o estudio. La comunidad universitaria protestó y se convirtió en una molestia para el régimen, por lo que había que desactivarla totalmente. En 2021 esto se concretó, pues en abril se aprobó una reforma constitucional muy creativa que “privatizó”, en cierto sentido, a las 11 universidades públicas más importantes de Hungría, pues el gobierno entregó el patrimonio y el control total de éstas a diferentes fundaciones. El problema: todas esas fundaciones son propiedad de amigos, aliados y cómplices del dictador Orbán. Revertir este golpe a la libertad educativa será muy difícil, pues aún si Orbán pierde, difícilmente la oposición tendrá los votos necesarios para reformar la Constitución. El populismo devoró a las universidades. Por cierto, #YoDefiendoAlCIDE.