Incidencias de la niñez de los padres en la crianza de sus hijos
Según saben muy bien los especialistas que se dedican al estudio de los neonatos y al vínculo madre-hijo durante las primeras horas de vida, si no fuera por el ejercicio de empatía extrema por parte de la madre, los humanos no podríamos sobrevivir. En esta etapa, ella se transforma en algo así como una máquina de producir significados supuestos a cada gesto, ruido, llanto o movimiento del bebé que, de este modo, pasan a constituir signos dirigidos a ella, quien los toma a su cargo constituyéndose en receptora principal.
Esta circulación de significados dirigidos a partir de la suposición de la madre que, cual Champollion, sabe descifrar los jeroglíficos del hijo, lo constituyen a éste, a partir de ese momento, en ser hablante. ¡Aun cuando todavía el chiquito no sepa decir siquiera una palabra!
Por eso, no resulta tan raro que, incluso sin haber adquirido la competencia del lenguaje, un gesto o una simple interjección del bebé pueda causar risa en el grupo familiar, como si se tratara de un chiste; preocupación, como si fuera una queja; comparecencia, como si hubiera pronunciado una invocación.
No respecto de un bebé, sino a propósito de la superposición de “dos niños en juego”, el hijo y el adulto a cargo “aniñado” como efecto inherente a la situación de crianza, recuerdo un caso que no se caracteriza justamente por su originalidad. Se trata de un padre que gustaba de llevar a su hija a cierto parque de diversiones y con la excusa de acompañarla y protegerla, ya que ella era chiquita, subía a todos los juegos, una y otra vez. Una especie de tren en forma de dragón, que circulaba sobre unos rieles ondulados, como una montaña rusa para niños, ese era el juego preferido de ese padre, y él se encargaba de decirle a la hija: “¡vamos al dragón!”.
Algunas veces, era notorio que el más entusiasmado con ese plan era él; a ella, en cambio, probablemente estar en esa situación con su padre le resultaba más interesante que las vueltas del juego en sí.
Boca Juniors
Anécdotas hay muchas, cada padre o madre tendrá las propias. Son historias pintorescas, simpáticas, graciosas. En principio, esto no representa ningún problema. Dejemos a los padres ir al dragón en paz, o al cine a ver la saga de Harry Potter, como le pasaba a este mismo, que tuvo el gusto de disfrutar cada una de esas siete películas con su hija querida. Películas que jamás se hubiera permitido ver de otro modo que no fuera como acompañante de su hija niña.
No obstante, este solapamiento de los deseos, que cuando se trata del parque de diversiones o de Harry Potter puede resultar simpático, en otras ocasiones puede ser una pesadilla.
Conozco un caso que me relataba un hijo -se trataba de un adulto que hablaba de su niñez-. Era una historia que podríamos llamar “el fútbol y mi padre”. Resulta que todos los domingos, algunas veces también los miércoles por la noche, y eventualmente alguna fecha extraordinaria, se iba a la cancha. El padre era un futbolero inveterado, porteño e hincha fanático de Boca Juniors. Por lo tanto, los domingos y siempre algún otro día en la semana eran de Boca.
Al hijo le gustaba ir a la cancha con su padre, por varias razones. Porque le gustaba el fútbol y porque como buen padre argentino, su progenitor lo había adoctrinado convenientemente y ahora él también era hincha de Boca. Por lo tanto, como suele pasar con la pasión futbolera, aun cuando el espectáculo deportivo sea de mala calidad, siempre se juega otro partido en la tribuna, referido a los colores.
Para los niños vecinos del barrio, el protagonista de esta historia era un afortunado y su padre el mejor del mundo. A ellos les hubiera encantado que sus propios padres los llevaran a la cancha con tal asiduidad. Mientras tanto, el niño boquense comenzaba a aburrirse del raid futbolístico. Hasta los doce o trece años -¡desde los 5 ó 6!- asistía a las misas deportivas religiosamente, acompañando a su padre.
A partir de la pubertad el interés disminuyó, las 4 ó 5 horas que implicaba ir a la cancha y volver a casa -viajar, estacionar el carro, caminar unas cuadras, ingresar al estadio- comenzaron a alargarse y, cada vez más, comenzó a tallar el aburrimiento. Entonces, cuando en alguna oportunidad intentó decir que ya no tenía tantas ganas de proseguir el ritual, notó claramente que eso para su padre era peor que una decepción: significaba una traición.
El hombre no aceptaría fácilmente una negativa. Después de todo, ¿qué más podría querer un chico que ir a la cancha a ver fútbol varias veces a la semana? ¿Qué otra cosa podría pedir? El niño comprendió que no iba a ser fácil zafarse. No estaba libremente involucrado en esa historia. Más bien, de lo que se trataba era de que había que ir a la cancha: era obligatorio. De lo contrario, su padre…
Un buen día, a los 14 años, en un partido mortuorio, el adolescente, con aire de exclamación a quien quiera oír -como plegaria dirigida al cielo o como quien habla a las paredes- dijo para que escuche el padre: “no quiero venir más a ver a estos muertos”.
40 años después, aquel padre continuaría contando esa anécdota, reducido el sentido al contenido puro del enunciado, como una muestra fiel de lo firmemente decidido que era su primogénito; por eso mismo, en cierta forma orgulloso, aunque no sin un atisbo de decepción. Aquella sentencia lapidaria, finalmente cumplida a rajatabla, había sido el pasaporte de salida de la trampa futbolística.
La diversión de los adultos
A esta altura, supongo que se entienden el orgullo y la decepción de aquel padre. Orgullo porque eligió creer que su hijo era una persona de determinaciones fuertes porque estaba destinado a grandes cosas. Ante semejante situación, quién podía ser él para obligarlo a ir a la cancha. La decepción, claro, es más fácil de entender aún: su hijo no era futbolero como él.
Por su parte, el hijo adolescente había encontrado un modo de zafarse de la trampa sostenida por el narcisismo del padre que, dándole a su hijo la maravilla que a él le hubiera gustado tener cuando él mismo era un niño, sin embargo, no fue recibida como tal. De este modo, aquel niño -el que una vez adulto me relatara la historia-, bajo la apariencia de ser un chico afortunado, asiduo concurrente a los estadios de fútbol, conocedor de todas las canchas, equipos y torneos existentes, sin embargo, era un rehén del narcisismo de aquel padre demandante y medio niño.
El padre, por medio de obligar veladamente a su hijo a ir a la cancha, no hacía otra cosa que reparar sus propias carencias infantiles.
En el caso que conté anteriormente, el del dragón del parque, afortunadamente para la niña, aquel padre no estaba tan decididamente entregado a un dispositivo reparatorio de sus propias carencias, que la incluyera como rehén necesaria para la obtención de su ganancia narcisista.
Puede ser difícil mantener separada la satisfacción del adulto del ordenamiento de la vida de los hijos. A veces las ofertas que se le hacen a los niños y las directivas que se les dan están muy centradas en la búsqueda del solaz necesario para los padres en tanto adultos. Sería mejor que ellos, como tales, gocen en otro lado y con otros partenaires. Es decir, como adultos y con otros adultos.
* Martín Alomo es Psicoanalista. Doctor en Psicología. Magíster en Psicoanálisis. Especialista en Psicología Clínica. Docente del Doctorado en Psicología y de la Maestría en Psicoanálisis (UBA). Codirector de la Maestría en Psicopatología (UCES). Entre otros libros, ha publicado Vivir mejor. Un desafío cotidiano (Paidós 2021); La función social de la esquizofrenia. Una perspectiva psicoanalítica (Eudeba 2020); Clínica de la elección en psicoanálisis. Vol. I y II (Letra Viva 2013).