Para el título de este artículo tomé prestado un versículo de una carta de San Pablo (Romanos 7: 19). Me parece que ese enunciado muestra muy bien la debilidad del yo que no quiere el mal que sin embargo perpetra y, en esa discordancia, deviene otro del que querría ser. Esa circunstancia da testimonio de una división subjetiva, condición inherente a lo que en psicoanálisis llamamos síntoma.
Para repensar las características del inconsciente y el síntoma psicoanalíticos, los invito a revisar el problema de la mano de San Agustín, primero y de Boecio, después, para empezar por un análisis breve de la dialéctica del pecado y la estructura del Otro por antonomasia, Dios,
¿Cómo se pueden castigar los pecados que se cometen necesariamente?, pregunta Evodio. Agustín responde que si bien Dios no obliga a nadie a pecar, en su sabiduría infinita -omnisciencia- es capaz de prever los pecados que el hombre cometerá por su propia voluntad. Esto nos lleva al problema del origen del mal en el mundo y la libertad de elección del hombre.
Libre albedrío
La discusión acerca de la procedencia del mal, en Agustín, retoma la discusión con los maniqueos, quienes no tenían reparos en adjudicar tal procedencia al propio Dios; de allí, se sigue la necesidad tanto de lo malo como de lo bueno, y de un Dios creador también malo entonces. En cambio, la propuesta agustiniana del libre albedrío preserva la responsabilidad de los actos para el hombre, ya que cuenta con la posibilidad de elegir.
Para Agustín, el libre albedrío es una facultad que Dios otorga a los hombres. Lo propio de esta facultad es la capacidad de elegir en un sentido o en otro, entre el bien y el mal. Pero es notorio que la disposición de esta facultad por parte de los hombres es distinta del acto electivo efectivamente consumado.
En cuanto a las diferencias entre las nociones de libertad y libre albedrío, San Agustín ofrece un argumento que distribuye la explicación en una topología de lo interno y lo externo. Mientras concibe a la libertad como la facultad de obrar sin obstáculos externos, plantea el libre albedrío como la ausencia de condicionamientos internos. Me he ocupado extensamente de este problema en La elección en psicoanálisis. Fundamentos filosóficos de un problema clínico (2013), a propósito de la paradoja del Asno de Buridan (o el perro aristotélico).
La consolación de que elegir el bien no sea vano
Boecio, por su parte, en su célebre Consolación filosófica se pregunta, dado que todo depende de la voluntad divina, ¿qué lugar queda para lo azaroso, para lo imprevisto? La pregunta que formula Boecio no es menor, ya que en lo que se responda quedará implícito si Dios, además del autor del Bien, podría llegar a ser también el responsable del mal. La omnisciencia y la presciencia de Dios, ser supremo y necesario, vería afectada su certidumbre si todo su saber fuera vano, o al menos contingente. Si la presciencia de Dios sabe cosas que bien podrían ser, aunque tal vez podrían no ser (contingencias), entonces -se pregunta Boecio- ¿qué diferencia habría con los augures humanos, con los magos y adivinos, con los oráculos de los gentiles? Vemos cómo por medio de su aguda interrogación, el filósofo logra conmover la estructura del Otro.
Sería un pensamiento impío suponer que la presciencia de Dios pueda estar errada o ser inocua, una conjetura incierta. Sin embargo, peor sería suponer a Dios autor del mal. Por ello, Boecio concluye agustinianamente que el hombre posee el libre albedrío, pero añade una operación magistral con el factor tiempo. Al ser Dios eterno, incluso anterior a la creación, lo que para nosotros -simples mortales, condenados a un efímero presente- es pasado y futuro, para el Creador es en realidad perpetuo presente. Allí, bajo “su mirada eternamente presente” se despliegan todas las acciones posibles, que revestirán carácter de necesarias una vez perpetradas, aunque el agente de turno deberá vivir en la contingencia de su vida terrena al no poder obrar sino desde su particularidad.
Esta última condición vuelve a los hombres responsables por el ejercicio de su libre albedrío, y por ello, en las encrucijadas del azar deberán optar entre el bien y el mal, más allá de que toda contingencia consumada en acto revista ante el gran ojo que todo lo ve, el carácter de necesidad. Entiendo la operación de Boecio como una identificación con la mirada eterna y la presciencia divinas, y desde allí, la abolición de la diacronía humana. Sin embargo, ello no quita que el hombre deba ejercer responsablemente su libre albedrío, al desconocer la necesidad que reviste incluso aquello que habrá hecho por pura contingencia.
En cuanto a la consolación que la filosofía ofrece al pensador condenado a muerte (Boecio escribió su obra más importante en prisión, ya prometido a los verdugos) tal vez se nos aclare su principio balsámico en el siguiente inciso de su última prosa: “Dios, que está por encima de todos los demás seres, contempla nuestros actos; y con su presciencia y su mirada eternamente presente conoce la cualidad de cada uno, recompensando a los buenos y castigando a los malos. Por lo tanto, no es vana la esperanza”.
El inconsciente del psicoanálisis y el síntoma
Si bien con sus preguntas ha logrado conmover la estructura del Otro, sin embargo, para conservar la esperanza Boecio necesita restaurar el lugar de Dios perfecto, omnisciente y amoroso, premiador y castigador.
La experiencia de un analizante, en cambio, suele ser distinta -y no porque no estemos todos sujetos a la finitud-. “Estaciono el auto prolijamente; doblo y guardo la ropa en el lugar correcto; hago las compras de la casa sin falta; etc.”. Manuel enumeraba una serie de minucias cotidianas vigorizadas con una importancia superlativa: el valor de una mirada. El padre, fallecido hacía algunos años, consideraba esos detalles fundamentales en un “hombre de familia responsable”.
“Cumplo a rajatabla con todos los ítems, rara vez se me escapa alguno”, prosigue Manuel. “Me intranquilizo y me siento en falta si no cumplo en tiempo y forma con mis responsabilidades. Ese desasosiego llega a ser ansiedad, incluso angustia. Al tiempo, me doy cuenta que estoy bajo una mirada que me evalúa. Siempre”. ¿La mirada del padre muerto? Eso supone Manuel.
El análisis revela que esa suposición del hijo cumple al menos tres funciones: a) mantiene vivo al padre; b) perpetúa al hijo como tal y, por último, lo que más nos interesa en este artículo: c) con su “estar en falta” casi permanente, el hijo completa al Otro y lo consiste en su omnipotencia vencedora incluso de la muerte (¡ese padre sigue vivo en la mirada que lo mira!).
En el transcurso de su análisis, Manuel logra, con mucho trabajo, erosionar los superpoderes del Otro que lo sojuzga y de la creencia que lo sostiene, pagando el doloroso precio de resignar su posición de hijo que naufraga en la zozobra de no estar a la altura. Este recorrido resulta correlativo del levantamiento de sus síntomas obsesivos.
Por esto decía que en un psicoanálisis las cosas difieren del arreglo urdido y generosamente compartido por Boecio con la posteridad: en un análisis la consolación no procede del robustecimiento de una instancia completa, perfecta y omnipotente. El alivio proviene de tolerar la idea de que incluso el Otro está atravesado por una falta constitutiva.
* Martín Alomo es Psicoanalista. Doctor en Psicología. Magíster en Psicoanálisis. Especialista en Psicología Clínica. Docente del Doctorado en Psicología y de la Maestría en Psicoanálisis (UBA). Codirector de la Maestría en Psicopatología (UCES). Entre otros libros, ha publicado Vivir mejor. Un desafío cotidiano (Paidós 2021); La función social de la esquizofrenia. Una perspectiva psicoanalítica (Eudeba 2020); Clínica de la elección en psicoanálisis. Vol. I y II (Letra Viva 2013); La elección en psicoanálisis. Fundamentos filosóficos de un problema clínico (Letra Viva 2013).