Ni una semana después de la muerte de Ruth Bader Ginsburg (icono de la causa liberal), el presidente Donald Trump anunció la nominación de Amy Coney Barrett para ocupar la vacante de la Suprema Corte.
En 2016, ante una situación similar (la muerte de Antonin Scalia), la fracción republicana en el Senado se rehusó a que el presidente Obama nominara un sustituto en año electoral. La polarización vigente tuvo como resultado que los republicanos se retractaran de dicha posición, argumentando la urgencia de cubrir la posición lo antes posible a fin de evitar cualquier empate en las decisiones del máximo tribunal.
Nacida en 1972, la formación de Amy Coney Barret es impecable. Graduada de la Universidad de Notre Dame, recibió varias distinciones, entre ellas ser la mejor estudiante de su generación, convirtiéndose en editora de la revista del departamento de derecho de su alma mater. En la judicatura federal, entre 1997 y 1998, Barrett fue secretaria en la corte de apelaciones de Washington D.C., adscrita a la ponencia de Laurence Silberman; los siguientes dos años ocupó una posición similar con Antonin Scalia en la Suprema Corte. Entre 1999 y 2001, se dedicó a la práctica privada. A partir de ese último año y hasta 2017, Barrett tuvo diferentes posiciones académicas en las universidades George Washington y de Virginia, así como en su alma mater, de cuya escuela de derecho fue profesora durante 15 años hasta su retorno a la judicatura. Esto último tuvo lugar cuando el presidente Trump la nominó para ocupar un lugar en la corte de apelaciones del séptimo circuito judicial, con sede en Chicago.
La posibilidad de que Barrett llegue a la Corte ha causado inquietud por varias razones. Su credo católico es una de ellas. Parte de su producción académica está dedicada a analizar el balance entre aplicación de la ley y creencias personales. En un artículo escrito en 1998, Barrett señaló que es inadecuado descalificar como jueces a los católicos por el sólo hecho de serlo. En su opinión, un católico responsable debe considerar que puede existir una disonancia entre el derecho y la fe. Un juez católico deberá abstenerse de alinear el sistema legal a las enseñanzas morales de su iglesia, lo que no impide, sin embargo, que en su ámbito privado actúe de acuerdo a los cánones católicos.
Dada la solidez de su formación y su carrera en la judicatura, la fracción demócrata en el Senado cuestionará a Barrett sobre todo respecto a su posición en temas como la pena de muerte, el aborto y los derechos de las minorías sexuales. En todos ellos los precedentes de la Corte difieren del dogma católico. Si Amy Coney Barrett obtiene la aprobación senatorial, el presidente Trump tendrá la fortuna de haber propuesto a un tercio de los integrantes del máximo tribunal. Esto inevitablemente alterará durante decenios el equilibrio existente entre las posiciones liberal y conservadora al interior de la Corte estadounidense.