Una habitación propia

FRONTERA DE PALABRAS

Mauricio Leyva<br>&nbsp;*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.<br>
Mauricio Leyva *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. larazondemexico

Una habitación propia es una de las aportaciones más destacadas a la literatura y al feminismo moderno, creada por la formidable Virginia Wolf. Un lector desatento podría suponer que la afirmación “una mujer debe disponer de dinero y una habitación propia si se quiere escribir ficción” se refería a un tema de simples derechos laborales o a un reclamo legítimo por tener un lugar físico propio. El asunto como se descubre en lo que constituye el capítulo seis de dicha novela, es hondo y de calado importante, porque analiza la voz antes de las voces, las lecturas de la vida (porque la mujer es antes que nada una gran lectora de la vida) antes de las lecturas de los libros, cuando la referencia o la tradición literaria femenina no existía. De hecho, aborda la escritura femenina considerándola más importante que la Cruzada o la Guerra de las Rosas siendo el punto de partida las obras de Jane Austen, las hermanas Brönte y George Elliot y aún cuando Wolf es, sin lugar a dudas, una de las exponentes descollantes del pensamiento femenino moderno no deja de llamar la atención que, una de sus primeras figuras retóricas cuando habla del “feminismo acabado” de Miss Rebecca West, nos hace sentir que estamos frente a un estereotipo pero nada está más alejado de la realidad.

Jane Austen y Emily Brönte son voces femeninas que escribían desde su propia voz sin tratar de imitar la voz de los otros, de los hombres. La mujer se arriesga a escribir en ese siglo cuando hacerlo, era un riesgo de vida. No por nada Charlotte Brönte desafía “¿Quién quiera censurarme que lo haga?”, ese desafío es desde luego para el mundo masculino, para el macho que no permite la libertad de expresión o el desarrollo de la palabra porque al fin de cuentas, la palabra es poder, con ella se nombra y se adjetiva al mundo, con las palabras se construye la paz o se declara la guerra.

La discriminación a la literatura femenina o a las mujeres escritoras en un oficio considerado de hombres, era algo visible en las críticas mordaces o en la nula circulación de estas:

Qué genio, qué integridad debieron de necesitar, frente a tantas críticas, en medio de aquella sociedad puramente patriarcal, para aferrarse, sin apocarse, a la cosa tal como la veían. Sólo lo hicieron Jane Austen y Emily Brontë. Esto añade una pluma, quizá la mejor, a su tocado. Escriben como escriben las mujeres, no como escriben los hombres. De todas las miles de mujeres que escribieron novelas en aquella época, sólo ellas desoyeron por completo la perpetua amonestación del eterno pedagogo: escribe esto, piensa lo otro. Wolf, Virginia.

De hecho, la escritura femenina era una escritura solitaria, sin mayor ambición que la expresión por sí y para sí, quizás en ello radique su honestidad y su fuerza. Por esa misma razón me parece que Virginia Wolf afirma que la escritura de la mujer debe ser más corta, diferente, cercana a la voz de la mujer y alejada mayormente de lo establecido por el hombre. Con esto aporta una visión complementaria que la enriquece desde adentro.

Las coincidencias en sus juicios de valor que pugnan por posicionar al mundo femenino, apelan a una emancipación del estilo imperativo en pro de un estilo propio y nos hacen repensar en el lugar de la mujer en la literatura, no como personajes sino como autoras y dueñas de la tinta que nos cuenta la historia en una habitación propia, en una república interior de la que son reinas y soberanas.

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Francisco Reséndiz