La contienda de Morena ha terminado y para sorpresa de nadie la ganadora fue Claudia. Mario Delgado y Alfonso Durazo se deshicieron en elogios a su proceso de selección, al que consideraron un hito democrático en el país. Mientras tanto, Adán Augusto, Monreal, Noroña y el Güero Velasco, derrotados, sonrieron, se aplaudieron, se pronunciaron por la unidad y felicitaron a Sheinbaum.
Ninguno de ellos —lo sabían, lo sabíamos— tenía posibilidad alguna de llegar a ser el candidato de Morena, pero en el evento abrazaron cariñosamente su derrota y legitimaron el proceso. Su previsible derrota les trae ganancias secundarias: las coordinaciones de Morena en el Congreso, la candidatura a la Jefatura de Gobierno de la CDMX, alguna Secretaría en el Gobierno federal, una que otra curul. Es muy fácil reconocer la derrota cuando no hay nada que perder.
El gran ausente en el “anuncio” fue Marcelo Ebrard, el real derrotado. Desde hace semanas Ebrard denunció irregularidades en el proceso y horas antes de la develación de los resultados pidió la reposición del proceso por serios vicios irreparables y patentes iniquidades. La dirigencia de Morena no accedió a su reclamo y, por el contrario, le dio la espalda y le emparejó la puerta. Ebrard lleva más de 40 años cultivando una trayectoria para ser Presidente de México que parece no terminará de germinar.
A diferencia de sus compañeros que no le temieron a la derrota, porque la competencia incluye en sus reglas la consolación, Ebrard no le teme a la derrota, porque está educado en ella y ha sabido aceptarla como el costo de mantener sus convicciones y sus principios. Si Ebrard participó fue porque pensó que podía encontrar la candidatura convenciendo al Presidente no sólo de que se la debe, sino de que es la mejor opción para conducir el Ejecutivo federal y garantizar la renovación en 2030, por eso le ofreció una Secretaría a su hijo.
En el fondo lo que estoy tratando de decir es que Ebrard nunca consideró que el ejercicio sería equitativo. En todas las encuestas Claudia siempre fue puntera y Ebrard no tenía forma de revertir las tendencias. Si existía una fuerza anti-Claudia, ésta se dividió entre el resto de los tres aspirantes diluyendo sus preferencias. Por ejemplo, el Partido Verde organizó un evento para apoyar a Claudia, aun cuando tenía al Güero Velasco, su coordinador en el Senado, como precandidato. El proceso de selección pudo ser una votación a manera de primarias y el resultado hubiera sido el mismo: Claudia, Claudia, Claudia. Desde hace dos años se decidió, siempre ha sido y será Claudia. Ebrard, educado en el arte de la paciencia, esperó que el Presidente recapacitara y lo señalara, pero eso no pasó.
“El berrinche de Camacho”, así se conoció el desaire que le hizo Manuel Camacho Solís a la dirigencia del PRI, en 1993, cuando no se presentó a la “cargada” de Colosio, con la que se anunció que sería el candidato presidencial en 1994. A este evento le siguió “la ambigüedad de Camacho” en donde los medios y analistas consideraban que el PRI tenía dos candidatos, uno en campaña y otro, Camacho, negociando con el EZLN, en Chiapas. Finalmente, Camacho cedió a sus aspiraciones y respaldó a Colosio. En una entrevista posterior admitió –pretenciosamente– que su berrinche y su ambigüedad terminaron con el dedazo en México.
Lo de Ebrard es un berrinche. Esto no es un volado, él sabe que podrían repetir al infinito el proceso y el resultado seguiría siendo el mismo. Marcelo no rompió con el Presidente, respeta la amistad y el poder de López Obrador, pero rompió con la dirigencia de Morena: a Delgado y Durazo los llamó cobardes y priistas. En lo que se distingue Ebrard de Camacho es que su juego no admite ambigüedades. No habrá dos candidatos por Morena y su permanencia en el partido de gobierno, si así lo desea, tiene como caducidad el 1 de septiembre del proximo año. Es momento de migrar.
El 2024 está perdido para él, pero sería una pérdida para México prescindir de su agenda, su capacidad y sus convicciones. Si aprendió algo del 2011, sabrá que lo mejor será que se garantice un puesto de elección popular para seguir influyendo en la política nacional.