Democracia de pocos

FRENTE AL VÉRTIGO

Pedro Sánchez Rodríguez*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Pedro Sánchez Rodríguez
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Para el 2027, el gobierno de Claudia Sheinbaum ya hubiera convivido con 9 de 11 ministros de la Corte nombrados durante su gobierno y el de López Obrador.

El control de la Suprema Corte por Morena iba a ocurrir de todas formas. Con la aprobación de la reforma al Poder Judicial, López Obrador adelantó el parto de un nuevo régimen político en México que no sólo controlará la Corte, sino también el Poder Judicial.

En el fondo, la reforma al Poder Judicial promete “democratizar” y “despolitizar” al Poder Judicial para que obedezca al “pueblo” y no a la “oligarquía”. Por eso, propone la elección popular de ministros, jueces y magistrados. Si bien el debate sobre si este método de elección es mejor o peor que el actual es provocador, en realidad esta reforma tiene otras intenciones. Esta reforma no pretende mejorar la procuración de justicia en en beneficio de las y los ciudadanos, pretende más bien que el Poder Judicial no sea un freno de las decisiones de la mayoría.

Esta visión es preocupante porque aunque su intención es que la voluntad de la mayoría avance sin mayor restricción que el ancho de banda del Gobierno y el Congreso, dicha voluntad mayoritaria tiene el riesgo de pasar por alto y por encima de derechos individuales y colectivos. Con esta reforma, el Ejecutivo y el Congreso, como su apéndice, tienen el poder de definir el régimen político de México: puede definir los métodos para las transiciones de poder, establecer cómo se hará la conformación de las próximas legislaturas, modificar el sistema electoral mexicano y las fuentes de financiamiento y prerrogativas de los partidos políticos.

Este poder irrestricto puede salir muy mal. En la discusión en el Senado escuchamos a un legislador de Morena referirse de manera muy desafortunada a la oposición como las “migajas de la democracia”, y no dudaron en referirse a ellas y ellos como “cucarachas”, que, aunque las aplasten, huyen y se reproducen —Cucarachas, así se refería el gobierno de Ruanda a la minoría de tutsis, previo al genocidio de un millón de personas—. Llegó al extremo de proponer un plan D para que ni siquiera tuvieran representación en el Congreso por la vía de diputaciones plurinominales. Ésta es una retórica profundamente antidemocrática, venga de donde venga.

Lo que puede hacer el régimen y lo que efectivamente hará, no depende de la voluntad de la mayoría, sino de un puñado de personas legitimadas popularmente para tomar decisiones. Con la reforma que acaban de aprobar, la garantía de protección de los derechos humanos, las libertades políticas y de expresión, el crecimiento y desarrollo económico, la vida pública del país depende de la voluntad de menos personas que antes.

La legitimidad democrática que sostiene al régimen tiene una alta probabilidad de dar resultados hondamente antidemocráticos.