El pasado 10 de enero, el gobierno mexicano y el Departamento de Estado de Estados Unidos dieron a conocer una “Declaración de Norte América”, que resume los acuerdos alcanzados por los presidentes Andrés Manuel López Obrador y Joe Biden y el primer ministro Justin Trudeau, en la pasada cumbre en Palacio Nacional. Los acuerdos son de la mayor relevancia para el futuro de la región y abarcan seis grandes temas: diversidad, equidad e inclusión; cambio climático y medio ambiente; competitividad; migración y desarrollo; salud; y seguridad regional.
Antes de la exposición de los acuerdos alcanzados, en cada tema, la declaración asegura que los tres países “comparten una historia y cultura únicas que enfatizan la innovación, el desarrollo equitativo y el comercio mutuamente beneficioso para crear oportunidades a favor de nuestros pueblos”. Lo de la historia compartida es fácilmente probable, sobre todo, si esa historia no se ciñe únicamente a las coincidencias diplomáticas y se abre también a los conflictos, desacuerdos y fricciones entre México, Estados Unidos y Canadá en los dos últimos siglos.
La declaración promovida por los tres gobiernos vuelve a escenificar el desencuentro, cada vez más pronunciado, entre el ejercicio político y las ciencias sociales. En México, especialmente, esa suscripción de una “identidad norteamericana” parece ser una salida al falso dilema de constituir un país latinoamericano, insertado en una alianza estratégica con sus vecinos del norte
Pero ya la afirmación de que esa historia implica una “cultura” y que esta es “única” no podría ser más problemática. Se hace muy difícil sostener la unicidad de una cultura en una región especialmente multicultural como la América del Norte. Si las ciencias sociales contemporáneas, en cada uno de los tres países, han descartado, desde hace décadas, la existencia de culturas únicas, más cuestionable es la postulación de esa unicidad para toda una región que sobrepasa los 500 millones de personas.
A continuación, la DNA afirma algo más insostenible: “no sólo somos vecinos y socios. Nuestro pueblo comparte lazos de familia y amistad y valora, por encima de todo, la libertad, la justicia, los derechos humanos, la igualdad y la democracia. Éste es el ADN norteamericano”. Obsérvese que ya no se habla de tres pueblos, sino de uno solo, al que se atribuyen valores universales como la libertad, la justicia y la igualdad.
La metáfora biológica del ADN es desafortunada por algo que expone el historiador argentino Carlos Altamirano en su último libro, La invención de Nuestra América (Siglo XXI, 2021), el más completo repaso de las estrategias intelectuales de la identidad cultural en América Latina en los dos últimos siglos. Todo aquel discurso identitario, inicialmente endeudado con el evolucionismo, desde el siglo XIX, que intentó pensar América Latina como una persona, a la que se adjudican rasgos singulares a partir de la raza o la psique, la civilización o la espiritualidad, la ideología o la política, desde José Enrique Rodó hasta Roberto Fernández Retamar, ha sido rebasado por la historia.
Se hace muy difícil sostener la unicidad de una cultura en una región especialmente multicultural como la América del Norte. Si las ciencias sociales contemporáneas, en cada uno de los tres países, han descartado, desde hace décadas, la existencia de culturas únicas, más cuestionable es la postulación de esa unicidad para toda una región que sobrepasa los 500 millones de personas
La postulación de un ADN norteamericano es una nueva forma de transferir aquellas estrategias identitarias a tres países con experiencias muy distintas. La identificación de ese ADN con la democracia repite un rasgo típico, e igualmente refutable, del providencialismo y el excepcionalismo estadounidense, que tradicionalmente han legitimado la hegemonía de ese país a nivel hemisférico o global con su compromiso con la libertad y los derechos humanos.
La declaración promovida por los tres gobiernos vuelve a escenificar el desencuentro, cada vez más pronunciado, entre el ejercicio político y las ciencias sociales. En México, especialmente, esa suscripción de una “identidad norteamericana” parece ser una salida al falso dilema de constituir un país latinoamericano, insertado en una alianza estratégica con sus vecinos del norte. Intelectuales como Daniel Cosío Villegas y Jesús Silva Herzog, en la Guerra Fría, tenían claro que aquel dilema era falso porque una relación prioritaria en términos comerciales y financieros, culturales y políticos, con Estados Unidos, no altera la pertenencia de México a la comunidad latinoamericana y caribeña.