El presidente de Haití, Jovenel Moïse, fue acribillado en su casa de Puerto Príncipe. El magnicidio, donde resultó herida su esposa, genera incógnitas y especulaciones. Los análisis menos inmediatistas remiten a la prolongada crisis económica y social que aqueja a ese país caribeño, intensificada por la pandemia, y al conflicto sucesorio que tiene lugar desde 2020.
Esa forma de pensar la tragedia es más provechosa que la especulación o la metahistoria, muchas veces deudora de visiones coloniales y racistas, que apelan a tópicos como “nación criminal” o “estado fallido”. Es cierto que la historia de Haití está marcada por el trauma de haber transitado, en medio siglo, de la primera y pujante república antiesclavista del Caribe a una neocolonia depauperada y acosada por acreedores de los imperios atlánticos. Pero los traumas del pasado no explican todo el presente.
Desde 2020 Haití se encuentra en un limbo constitucional. A fines de 2019, debieron celebrarse elecciones legislativas que fueron aplazadas en medio de la oleada de protestas populares y violencia social que se desató a fines de ese año. A principios de 2020, Moïse, sin dejar de prometer elecciones, comenzó a gobernar por decreto y a justificar la postergación de comicios parlamentarios con la crisis sanitaria.
En los primeros meses del año pasado, el presidente, sin contrapeso legislativo, anunció una convocatoria a elecciones constituyentes. A su juicio, la Constitución de 1987, reformada en 2012, era la causante de la inestabilidad del país. La nueva Constitución tenía prevista la eliminación del Senado y del cargo de Primer Ministro, la conformación de una Asamblea Nacional y la introducción de la reelección continua, limitada a dos mandatos.
El artículo 134 de la Constitución de 1987 facultaba al presidente a ejercer un mandato de cinco años. No podía haber prórroga de poderes después del día de la conclusión de ese periodo, pero era posible optar por un segundo quinquenio, aunque no un tercero, de manera discontinua. La oposición haitiana, parte de la comunidad internacional y la ONU asumieron que el proyecto constituyente estaba relacionado con la voluntad reeleccionista de Moïse.
Como sostiene Sabine Manigat en América Latina: del estallido social a la implosión sanitaria (2020), libro que coordinamos con Vanni Pettinà, entre 2018 y 2019 las protestas populares tuvieron múltiples causas, desde el alza de precios en los hidrocarburos hasta denuncias concretas de corrupción. La represión fue despiadada y las justificaciones políticas de los estallidos fueron demagógicas.
El presidente Moïse denunció intentos de golpe y de asesinato. Como es habitual en Centroamérica y el Caribe, Estados Unidos acrecentó su incidencia. Tras las excelentes relaciones de Donald Trump con Moïse, el gobierno de Joe Biden y el Departamento de Estado que encabeza Antony Blinken se desplazaron a una visión adversa al presidente asesinado.
También, como es tradicional en la región desde la emergencia del chavismo, el reposicionamiento de Estados Unidos reforzó la aproximación de la Alianza Bolivariana (ALBA) a Haití, que es país observador de ese foro geopolítico y miembro de Petrocaribe. En sectores políticos y medios de prensa bolivarianos se da por hecho que Moïse fue ejecutado por agentes de la DEA y la CIA y que Estados Unidos ha estado detrás de la inestabilidad política de ese país en los últimos años, a pesar de las buenas relaciones del presidente haitiano con Trump.
Afortunadamente, lo que ha predominado en los últimos días no ha sido la especulación mediática con el magnicidio sino la consternación por el crimen. Lo mejor que podría pasar es que una investigación independiente esclarezca lo sucedido e impulse un proceso judicial, aunque ya sabemos que, lo mismo en Estados Unidos que en México, un magnicidio puede convertirse en un eterno misterio sin resolver.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.