La guerra simbólica entre Rusia y Ucrania, tan feroz como la militar, está dando la razón a Theodore Adorno, Hannah Arendt y los filósofos que asociaron el mal radical con el holocausto. Los gobiernos ruso y ucraniano y sus líderes, Vladimir Putin y Volodímir Zelenski, se acusan mutuamente de nazis y fascistas, con lo cual proyectan una clara autoconciencia del límite de la civilización establecido, desde 1945, no sólo en Occidente sino también en Rusia.
Si para gran parte de los rusos el fascismo no estuviera asociado con el mal, entonces Putin no acusaría tan insistentemente a Zelenski y sus partidarios de nazis. El abuso del rótulo contrasta con tanta evidencia de actos bárbaros, en la invasión a Ucrania, fuera de los estándares internacionales de una beligerancia o guerra regulares. Las escenas de cadáveres atados, ultimados y torturados en las calles o fosas comunes de Irpin y Bucha están ahí, perfectamente documentadas por satélites, medios de comunicación y redes sociales.
La evidencia, sin embargo, no es suficiente para que todos los organismos internacionales y partidarios de uno u otro rival admitan que el horror que se ha instalado en Ucrania es más grave que la guerra misma. Lo que ha sucedido, a juzgar por la última votación en la ONU (82 frente a 93), no es un aumento de la reprobación global del conflicto sino una mayor polarización entre los seguidores de cada beligerante. Unos dicen que el origen del mal es Rusia y otros que es Ucrania, cuyo gobierno, según el Kremlin, habría fabricado imágenes de cadáveres en las calles y fosas comunes.
Lo más probable es que una verdadera investigación internacional imparcial compruebe que en ambos lados ha habido crímenes de guerra y muertes de civiles. Pero cuando se trata de guerras, a diferencia de cuando se habla de acciones militares en la paz, la dimensión cuantitativa es decisiva. En el caso de la invasión rusa de Ucrania, violatoria de la soberanía de esa nación de Europa del Este y de la Carta de la ONU, siempre habrá más posibilidades de que el agresor, con superior capacidad de fuego, sea responsable de la mayoría de las víctimas civiles.
Desde un punto de vista de la filosofía moral de Hannah Arendt, al momento en que el mal radical se relativiza por preferencias ideológicas o geopolíticas, se produce un involucramiento parcial en el conflicto. Los gobiernos y medios que, por un neorrealismo desorbitado, ponen en duda la agresión rusa y sus víctimas civiles, no toman distancia ética de la guerra y, deliberadamente o no, la justifican. Los que demandan un escalamiento desde Occidente y una mundialización del choque también incurren en un error, aunque no equivalente.
Es natural que, ante el espectáculo del mal, se propague la incredulidad y no pocos teman a la manipulación de la realidad. En América Latina, las izquierdas de más claras simpatías putinistas descreen de la propaganda ucraniana. Rechazan la búsqueda constante de la aprobación de Occidente en el discurso de Zelenski y su gobierno. Pero, ¿no es evidente la naturaleza propagandística de la narrativa oficial rusa, en la que Ucrania no es una nación, los ucranianos son nazis despiadados y Zelenski es un drogadicto y un asesino? ¿Por qué esa propaganda no molesta a los objetivos izquierdistas latinoamericanos?
Al final, no es la objetividad lo que motiva tantas dudas frente a la ejecución de civiles en Ucrania. Otras dos perspectivas parecen tener más peso: la protección geopolítica del superpoder ruso para preservar un marco de equilibrio multipolar global y la desconfianza ante el sistema internacional de derechos humanos por su tolerancia y complicidad con otras guerras e invasiones similares, como las de Estados Unidos en el Medio Oriente. Con toda su pertinencia, ninguna de las dos avala una parálisis o suspensión de las leyes internacionales y de la normativa de derechos humanos frente a la invasión rusa de Ucrania.