Hace veinte años, en los meses que siguieron al derribo de las Torres Gemelas, el gobierno de George W. Bush decidió habilitar la base naval de Guantánamo como cárcel de terroristas del Medio Oriente. La idea era aplicar a la justicia global las mismas reglas de la “guerra preventiva” contra el terror islamista radical, diseñada por Cheney, Rumsfeld, Perle, Wolfowitz y otros estrategas de aquella administración republicana.
Así como la guerra en Irak y Afganistán no respetaría la normativa internacional, al carecer de evidencias sobre armas de destrucción masiva o de información fiable sobre el paradero de Osama Bin Laden —a quien acabarían ejecutando en Pakistán, varios años después— en Guantánamo se creó una isla del derecho estadounidense, donde se torturaba, hostigaba y amedrentaba a cientos de reos sin causas ni procesos judiciales con mínimas garantías.
La historia previa de la base naval marca el derrotero de aquel escape al derecho doméstico e internacional. La posesión del territorio en la boca marítima del poblado de Caimanera, por parte de Estados Unidos, fue resultado directo de la ocupación militar y política de la isla entre 1898 y 1902. Para cuando nace la primera república cubana, en este último año, ya el Congreso de la isla había aprobado, por voto reñido, la Enmienda Platt promovida por el Senado de Estados Unidos, que facultaba a Washington a instalar estaciones navales y bases carboneras en zonas portuarias.
Como la propia Enmienda Platt, la idea de aquellas bases se justificaba desde el prejuicio de que los cubanos no podrían autogobernarse. En caso de guerra civil siempre existiría, además de una amenaza a los intereses de Estados Unidos en la isla, la posibilidad de que otra potencia atlántica ambicionara la soberanía de la nueva nación caribeña. Era preciso, por tanto, agenciar una independencia tutelada, con derecho a la intervención militar y la ocupación, como se produjo varias veces más en Cuba y otros países caribeños en las primeras décadas del siglo XX.
En 1903, un breve tratado entre los presidentes Theodore Roosevelt y Tomás Estrada Palma estableció los términos de la posesión de ese pedazo del territorio cubano por Estados Unidos y de otro en Bahía Honda, en la costa noroeste de la isla, que nunca llegó a instalarse. Washington pagaría una renta anual de dos mil dólares en moneda de oro por el tiempo que “fuese necesario”. Esa “necesidad”, a tono con la Enmienda Platt, estaba asociada a la inestabilidad doméstica y a las amenazas externas de Cuba.
Cuando en 1934, el gobierno emanado de la Revolución del año anterior, logró la derogación de la Enmienda Platt, la base de Guantánamo se mantuvo en poder de Estados Unidos. Tras el triunfo de la Revolución de 1959 y la rápida alianza del gobierno de Fidel Castro con la Unión Soviética y el Pacto de Varsovia, la base adquirió una nueva función dentro del choque bipolar de la Guerra Fría. Sin embargo, tras la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la URSS, a principios de los 90, la base permaneció.
A diferencia de Hong Kong, Macao o el canal de Panamá, que a los cien años han sido devueltos a sus dueños originarios, la posesión de la base de Guantánamo se mantiene indefinida. Desde el colapso soviético, por lo menos, el viejo tratado de 1903 debió ser cancelado o renegociado. El gobierno cubano lo considera ilegal y asegura no cobrar la renta anual. A esa ilegalidad se ha sumado, en las últimas décadas, el carácter extrajudicial del centro de detención antiterrorista.
Una de las justificaciones que ofreció Washington para experimentar con el estado de excepción en Guantánamo fue que ese territorio no pertenecía a Estados Unidos. Poco faltó para decir que pertenecía a Cuba, país donde tampoco se respeta el Estado de derecho. Uno de los últimos vestigios de la expansión territorial de Estados Unidos es también un símbolo de la violación de derechos humanos.