Luiz Inácio Lula da Silva, legendario líder sindical y político brasileño, ha hecho historia al ganar unas nuevas elecciones presidenciales en Brasil, después de dos mandatos, un proceso judicial y una condena de año y medio de cárcel. Pero Lula no “regresa al poder”, como reiteran tantos medios de comunicación en estos días. El dirigente izquierdista llega a la presidencia, sin mayoría en el congreso ni en las legislaturas y gobiernos estatales.
La diferencia de dos millones es muy escasa para un país tan grande como Brasil y, tal como lo prometió, Jair Bolsonaro no la reconoce plenamente. El triunfo de Lula se produce en medio de una polarización y un descrédito de la democracia brasileña, abiertamente promovido por el bolsonarismo. Nunca antes, desde el fin de la última dictadura militar, se había visto tal nivel de deslegitimación del orden democrático en Brasil.
Para muchos de sus simpatizantes, dentro y fuera de esa nación suramericana, la victoria de Lula será celebrada como el regreso al poder de la izquierda del primer ciclo progresista de América Latina y el Caribe. Aquel ciclo, tan condescendiente con líderes que siempre profesaron un abierto desprecio por la democracia, como Fidel Castro y Hugo Chávez, se caracterizó por una apuesta geopolítica que buscaba remover las bases del proceso histórico de la transición democrática de fines del siglo XX.
La confusión entre el tránsito democrático y el modelo neoliberal ganó terreno en aquella ola izquierdista. El propio Lula, a pesar de respetar la normatividad de la democracia constitucional brasileña, fue responsable, en parte, de aquella confusión, que facilitó el ascenso de nuevos autoritarismos, en la segunda década del siglo XXI, como el venezolano y el nicaragüense. Esos autoritarismos han sido protagónicos en el apoyo a la persistencia de un régimen como el cubano, que sigue colocado en las antípodas de los valores y las prácticas de aquellas transiciones.
La nueva presidencia de Lula deberá concentrarse en la edificación de una hegemonía de la izquierda brasileña, que rebase a un PT debilitado y sea capaz de contener el ascenso del bolsonarismo. No será fácil. Pero tan difícil como eso será aportar mayor equilibrio al geopoliticismo bolivariano que, como ha podido comprobarse en el último año, está dispuesto a respaldar la invasión rusa de Ucrania, con tal de contrarrestar el poder de Estados Unidos en el hemisferio.
Habrá que ver si ése es realmente su propósito o si, como en su segunda presidencia, prefiere sobrellevar el geopoliticismo en nombre de la hermandad latinoamericana. Para México, que entra en la fase final del turbulento sexenio de Andrés Manuel López Obrador, la presidencia de Lula plantea retos enormes, derivados de su apuesta por una colaboración internacional menos ligada a América del Norte. A pesar de la retórica, el latinoamericanismo no repunta en el nuevo ciclo progresista y Lula puede hacer la diferencia.