La partidización de la diplomacia

VIÑETAS LATINOAMERICANAS

Rafael Rojas<br>*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.<br>
Rafael Rojas*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: larazondemexico

La escena se repite una y otra vez en las Américas: gobiernos que dicen respetar la soberanía y la democracia, cuestionan públicamente a otros por la violación o el irrespeto de uno o ambos principios. Se trata de choques que revelan el costado imaginario de la división entre izquierdas y derechas de la región y que, con frecuencia, tienen lugar dentro del mismo campo de los aliados o vecinos.

Hace dos meses, en Palacio Nacional, Estados Unidos, México y Canadá firmaban documentos que prometían la más formidable integración nunca vista en el hemisferio occidental. Hoy no pasa una semana sin que algún incidente o fricción verbal describa diferendos cada vez más abarcadores, especialmente entre México y Estados Unidos, en múltiples materias: narcotráfico, migración, comercio bilateral, medio ambiente o seguridad fronteriza y de connacionales.

La partidización de la diplomacia es evidente en el bando republicano y, específicamente, en la franja trumpista del mismo, desde hace años. El interrogatorio del congresista Lindsay Graham, senador de ese partido, al secretario de Estado, Antony Blinken, fue muy ilustrativo del ambiente de explotación de prejuicios antimexicanos que priva en el segmento conservador de Estados Unidos.

La reacción de los sectores más ideológicos del actual Gobierno de México, inconformes con la decidida apuesta de la cancillería mexicana y el propio Presidente López Obrador por la integración a América del Norte, también recae en su propia partidización. Al jingoísmo trumpista de Estados Unidos se responde con un patrioterismo antiyanqui, más heredero de Fidel Castro que de Lázaro Cárdenas.

Más al sur, el partidismo alcanza una dimensión burdamente sectaria, en la menguada corriente bolivariana. La defensa que, en la pasada Cumbre Iberoamericana de Santo Domingo, hizo el presidente cubano Miguel Díaz-Canel, de sus amigos y aliados, Nicolás Maduro y Daniel Ortega, en Venezuela y Nicaragua, no fue una respuesta a Washington sino a otros gobernantes de la nueva izquierda latinoamericana que, con razón, han cuestionado la deportación y desnacionalización de opositores nicaragüenses.

La partidización de la diplomacia, en el caso de Díaz-Canel y la zona favorable al autoritarismo en Venezuela y Nicaragua, debe recurrir al doble rasero, ya que su protagonismo en el rechazo al gobierno de Dina Boluarte, en Perú, no podría ser más enfático. Según esos gobernantes, se debe desconocer la legitimidad de Boluarte y reclamar el regreso de Castillo al poder, pero no se puede criticar la represión en Cuba, Nicaragua o Venezuela.

Como bien ha recordado el presidente chileno, Gabriel Boric, en estos días, en América Latina y el Caribe, soberanía y democracia van de la mano. En países que salieron de dictaduras militares, que establecían una relación excluyente entre esos valores, no es congruente justificar la limitación de libertades en nombre de la patria.

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