La invasión se esperaba. Desde el verano de 1960, la CIA entrenaba 1,500 cubanos en Useppa Island y Guatemala. En Miami, el Frente Democrático Revolucionario, que reunía las principales organizaciones anticomunistas —Movimiento de Recuperación Revolucionaria (MRR), Movimiento Revolucionario del Pueblo (MRP), Organización Montecristi, Triple A, Movimiento Demócrata Cristiano— coordinaba con la CIA el alzamiento de guerrillas en El Escambray. Tan esperada era que en marzo de 1961, un mes antes, el gobierno detuvo a decenas de líderes anticastristas y el 19 de abril fusiló a varios como el comandante Humberto Sorí Marín, Rogelio González Corzo y Eufemio Fernández.
La infiltración y neutralización de opositores en Cuba se activó desde 1959 y fue muy eficaz en los meses previos al desembarco. La invasión dotó de mayor legitimidad a los servicios de contrainteligencia y a la represión interna, desde el argumento de la defensa de la soberanía nacional. A pesar de que el apoyo aéreo y naval de Estados Unidos al anticomunismo cubano fue limitado, se hizo evidente que tanto las guerrillas del Escambray como la invasión formaban parte de una gran operación de la CIA para derrocar al gobierno de Fidel Castro.
La aproximación a la URSS —y no sólo a la URSS, también a todos los socialismos reales de Europa del Este y a China—, se inició desde principios de 1960. Para fines de ese año, ya el gobierno cubano había establecido relaciones diplomáticas con todo el campo socialista y había firmado convenios comerciales muy ventajosos con Moscú y con Pekín. La invasión no hizo más que confirmar una ruta de radicalización socialista emprendida a conciencia, por lo menos, desde el verano de 1960.
Después del breve choque militar con las milicias y el ejército cubano, que triplicaban en hombres y armas a la Brigada 2506, los capturados fueron recluidos en el coliseo de la Ciudad Deportiva. Allí se celebraron unos interrogatorios televisados, a cargo de dirigentes de la Revolución, como José Llanusa, Jorge Serguera, Osmani Cienfuegos, Efigenio Ameijeiras, Manuel Piñeiro y otros oficiales. Fidel Castro llegó la noche del 26 de abril y, luego de intervenir en los interrogatorios, pronunció un discurso donde reiteró que los invasores habían sido traicionados por Estados Unidos. Durante décadas, ese sería también el argumento central de líderes del exilio, como Manuel Artime, José Miró Cardona o Manuel Antonio de Varona o Manuel Ray, para explicar el fiasco.
Los medios oficiales utilizaron los interrogatorios para construir la tesis, todavía redituable, del “mercenarismo” opositor y acusar a los expedicionarios de pertenecer a la élite terrateniente, al régimen batistiano e, incluso, de ser esbirros de los aparatos represivos de la dictadura. Lo cierto es que, en su gran mayoría y especialmente sus líderes (Artime, Pérez San Román, Oliva, Varela Canosa, Villafaña, Del Valle…), eran jóvenes católicos y anticomunistas, de clase media y algunos de sectores populares, que habían simpatizado o luchado, originalmente, del lado de la Revolución.
Uno de ellos, Carlos Onetti, en medio del careo en la Ciudad Deportiva, le preguntó a Fidel si era comunista y éste no respondió ni sí ni no. Días antes, frente al Cementerio Colón de La Habana, en el entierro de las víctimas de los primeros bombardeos, había sido declarado “el carácter socialista de la Revolución”. El avance al comunismo se justificaba con la amenaza de los yanquis y sus mercenarios. Alguien dijo que Playa Girón fue la “derrota perfecta”.