En los pies de fotos que circularon tras su encuentro con Lionel Messi, no hubo medio que no identificara a Nayib Bukele como presidente de El Salvador. Lo cierto es que técnicamente no lo es, ya que, desde diciembre de 2023, Bukele renunció a favor de su mano derecha, Claudia Juana Rodríguez de Guevara, quien será la presidenta interina del país centroamericano hasta que el mandatario regrese al poder.
Bukele tiene una popularidad cercana al 90%, controla el congreso y domina el poder judicial. Todos los partidos de la oposición salvadoreña y sus respectivos líderes, juntos, no alcanzan el 10% en la intención de votos. Esa hegemonía apabullante le ha permitido torcer las leyes electorales del país con un tecnicismo socorrido, sin mayores riesgos.
El artículo 152 de la Constitución salvadoreña de 1983 señala que no puede ocupar la presidencia quien la haya desempeñado en el periodo inmediatamente anterior. Aquella Carta Magna, aprobada durante el interinato de Álvaro Magaña, en plena guerra civil y régimen autoritario, no sólo en El Salvador sino en la mayor parte de Centroamérica, se refería a los “seis meses previos” al proceso electoral, justo por la conocida inestabilidad política de aquellos años.
Los constitucionalistas de Bukele decidieron convertir la necesidad en virtud e hicieron de los seis meses un lapso de discontinuidad artificial. A principios de febrero, Bukele se reelegirá cómodamente y antes del verano estará dando inicio su nuevo periodo presidencial.
La popularidad del mandatario es incólume y sus fuentes son un desempeño económico positivo, una evidente disminución de la violencia y la inseguridad, pero también, un creciente control político de la sociedad civil, la esfera pública y los medios de comunicación, que dan mayor eficacia al incansable proselitismo gubernamental.
Muy a tono con los nuevos liderazgos plebiscitarios de la derecha del siglo XXI, Bukele ha estado en campaña desde 2019. Su periodo presidencial ha sido una arenga electoral interminable y efectiva. Por eso no hubo mayores sorpresas cuando anunció la reelección, a pesar de que, desde hace cuarenta años, cuando arrancó el gobierno de José Napoleón Duarte, el primero de este último ciclo constitucional, ningún otro presidente salvadoreño se ha reelegido.
No cabe duda de que con su reinterpretación constitucional, Bukele ha fijado un precedente, del que podrían echar mano él mismo u alguna o alguno de sus rivales, de aquí en adelante. Si el segundo gobierno de Bukele resulta ser como el primero, no habría por qué no esperar una nueva reelección a la altura de 2030.
Los peligros de este tipo de proyecto político están a la vista de quien quiera ver. Pero tal vez los mayores costos no haya que encontrarlos en los vacíos constitucionales de la democracia salvadoreña sino, como siempre, en quienes sufren los saldos del militarismo, la criminalización, el hegemonismo, la represión y la censura.