Desde hace meses transcurre un conflicto entre el Estado cubano y un grupo de jóvenes de la comunidad artística e intelectual de la isla. Su origen data de 2018 cuando el gobierno impulsó una serie de decretos —el 349 es el más conocido— que restringen la libertad de expresión, limitan el arte independiente y facilitan la censura. Los miembros del Movimiento San Isidro y del 27N provienen, en su mayoría, de esa comunidad.
Tras quebrarse el diálogo con las instituciones, los jóvenes fueron catalogados oficialmente como “contrarrevolucionarios” y “mercenarios”, y el acoso se intensificó por medio de detenciones arbitrarias, arrestos domiciliarios, vigilancia policial permanente y descalificación diaria en los medios estatales de comunicación. El último capítulo del conflicto fue la hospitalización policiaca, durante un mes, del artista Luis Manuel Otero, y los arrestos del rapero Maykel Castillo y varios jóvenes que se solidarizaron pacíficamente con la huelga de hambre del primero.
A medida que aumenta el acoso, esa comunidad se radicaliza y diversifica, como es de esperar en un sistema político como el cubano, donde la disidencia y la oposición gravitan poderosamente hacia uno de los polos del diferendo histórico con Estados Unidos. Sin embargo, las demandas originarias de los jóvenes —derogación de decretos, garantías para la práctica cultural independiente, fin de la censura, cese del hostigamiento— se mantienen. De encontrar alguna vía de satisfacción institucional, esas demandas ayudarían a contener la radicalización opositora.
No es ése, por lo visto, el objetivo del gobierno cubano en su manejo de la crisis. La finalidad es renovar casuísticamente la nómina de los enemigos para promover un deslinde político entre leales y desleales al sistema. En un conocido patrón histórico, ese nuevo deslinde de “buenos” y “malos”, “amigos” y “enemigos” de Cuba intenta imponerse, también, a medios de comunicación y organismos internacionales.
Lo mismo en la prensa latinoamericana aliada de La Habana que en una declaración de directivos de la Latin American Studies Asssociation (LASA) predomina la reticencia a hablar de represión en Cuba. Se parte de la errada premisa de que la única represión en América Latina es la de los ejecutados y desaparecidos de las viejas dictaduras o la de las manifestaciones militarmente sofocadas de las nuevas derechas. En la Cuba actual, las violaciones rutinarias al debido proceso también son represivas.
La imposibilidad de nombrar la represión en Cuba va unida, por lo general, a la justificación de la misma con el embargo comercial y la hostilidad de Estados Unidos contra la isla. Según esa perspectiva, la agresividad de Washington, cuyos costos son inobjetables, otorga al Estado cubano la condición de una víctima impune, con derecho a defenderse por medio de la violencia y el abandono de las propias garantías constitucionales establecidas en 2019.