El presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, ha encabezado el acto oficial por los cuarenta y dos años del triunfo de la Revolución Sandinista. Como era de esperar, el mandatario aprovechó para justificar los actos represivos de los últimos meses, que han colocado bajo diversas formas de reclusión a 26 líderes civiles y políticos, seis de ellos posibles candidatos presidenciales.
En su mensaje por el 19 de julio, día del aniversario sandinista, Ortega reiteró el principal tópico de la represión: los opositores están presos por atentar contra la soberanía de Nicaragua a través del lavado de dinero, el terrorismo, la dependencia financiera de fondos foráneos y la complicidad con sanciones de Estados Unidos.
Todo el discurso de Ortega se basó en la premisa de la continuidad perpetua de la Revolución, en tanto proceso encarnado en su persona. La Revolución, dijo, “sigue de pie, firme y adelante” por medio de la defensa contra los enemigos internos y externos. Dicho de otra manera, la Revolución, cuarenta años después, es la represión.
La definición de “enemigos internos y externos” de Ortega está tradicionalmente más cargada sobre Estados Unidos, pero en la práctica incluye a gran parte de la comunidad internacional, que reprueba los encarcelamientos de opositores. No quedan fuera de esa repulsa importantes sectores diplomáticos y periodísticos de la izquierda latinoamericana, especialmente, en México, Argentina, Uruguay y Chile.
El único apoyo pleno, incondicional, a Ortega, se encuentra en algunos gobiernos bolivarianos como el cubano, el venezolano y, en menor medida, el boliviano. Luis Arce, presidente de Bolivia, fue de los pocos mandatarios de la región en felicitar personalmente a Ortega, suscribiendo el mito de la continuidad sandinista: “felicitamos al hermano presidente Daniel Ortega por estos 42 años de dignidad y lucha”.
A diferencia del cubano o el venezolano, el respaldo de Bolivia a Ortega no parte de la plena homologación geopolítica en el nuevo autoritarismo. El gobierno de Arce maneja sus relaciones internacionales con mayor flexibilidad y no parece decidido a avanzar hacia un régimen que invalide el derecho a la oposición y la alternancia como en Cuba y Venezuela.
Suscribir el mito de la continuidad sandinista en Nicaragua es, en todo caso, mucho más que un gesto de respaldo diplomático. En Cuba o Venezuela no ha gobernado nunca una corriente política que no provenga del fidelismo o el chavismo. Pero en Nicaragua, entre 1990 y 2007, gobernaron líderes y partidos que no se reconocían en el sandinismo o el orteguismo.
El continuismo orteguista es una fabricación discursiva que tergiversa la historia y se apropia del legado plural de la Revolución de 1979. Dar crédito a esa ficción es, en esencia, contribuir a perpetuar a una persona y a una familia en la jefatura de un Estado y a consolidar la tendencia más esencialmente autoritaria de la izquierda latinoamericana.