Si algo no podrá reprocharse a las transiciones de fines del siglo XX, en América Latina, de las que tantos reniegan hoy, es haber propiciado un debate profundo sobre la democracia en la región. En aquellos procesos no resultó victorioso un único concepto de democracia, que es el que tradicionalmente se asocia a la democracia procedimental, sino varios, como los que ligan ese régimen político a un orden constitucional o el que prioriza la ampliación de derechos sociales o formas equitativas de administración de la justicia.
Para captar la diversidad de sentidos de la democracia que se heredaron de esos procesos, primero es necesario abandonar la identificación habitual entre aquellas transiciones y el neoliberalismo.
Es por ello tan lamentable observar el retroceso en el lenguaje político de la democracia en algunos de los nuevos líderes latinoamericanos. Javier Milei, nuevo presidente de la Argentina, ha dicho que “la democracia no es garantía de nada” porque “qué pasa si todos nos ponemos de acuerdo para ir a asesinar a alguien”. No fue una declaración eventual en medio de la pasada campaña electoral, sino una de tantas expresiones del presidente argentino en que es fácil advertir de que para Milei la democracia no es otra cosa que la voluntad de la mayoría.
Hace unos días, otro presidente, el salvadoreño Nayib Bukele, dijo, en medio de una conferencia de prensa en la que anunció oficialmente su triunfo en las elecciones presidenciales, antes de que lo hiciera la propia autoridad electoral, que la democracia no es más que “el poder del pueblo”. Bukele respondía a una pregunta del periodista de El País, Juan Diego Quesada, sobre qué tipo de democracia se estaría construyendo en El Salvador, a partir del recoveco constitucional que antecedió a la reelección del mandatario.
Frases similares, que remiten la democracia a la etimología del griego antiguo, hemos escuchado a otros presidentes de la región como Andrés Manuel López Obrador o Gustavo Petro, por no hablar de los que encabezan gobiernos que, desde hace años, se desentendieron del marco democrático. Es decir, se trata de líderes que llegan al poder por medio de una serie de mecanismos, leyes e instituciones, que garantizan la competencia electoral equitativa, la división de poderes y la extensión de derechos civiles y políticos a la ciudadanía. Y que una vez en el poder, entienden la democracia como un asunto exclusivo de ellos mismos y el pueblo.
En estudios de Nadia Urbinati, Cass Mudde y Steven Levitsky hemos leído las descripciones más precisas de esa simplificación populista de la democracia. En esencia, consiste en una reducción del sistema democrático a la afirmación plebiscitaria de la popularidad del líder. Si el líder y sus políticas son populares, entonces, como dicen Bukele y AMLO, la condición democrática del sistema está fuera de dudas. Si no lo son, como dicen Milei y Maduro, la democracia no funciona, y hay que cambiarla.