Cada diez años en Estados Unidos se realiza un censo que actualiza las estadísticas de ese enorme y complejo país. El censo busca recabar la información demográfica que permite diseñar políticas públicas en todas las áreas de la vida contemporánea. Desde mediados del siglo XX, especialmente con las críticas al racismo que siguieron a la derrota de los regímenes fascistas en la Segunda Guerra Mundial, los organismos internacionales comenzaron a demandar a los estados que la generación y publicación de estadísticas nacionales evitaran exclusiones y ocultamientos.
Esta vez, bajo el gobierno de Donald Trump y en contexto electoral, las cosas estuvieron a punto de ser distintas. Trump propuso que la población migrante indocumentada fuera excluida de las encuestas que se realizan casa por casa. La explicación que dio el presidente a su extraña propuesta fue electoralista: si se contaban a los inmigrantes no regularizados podía producirse una distorsión de la base votante, ya que la minoría hispana crecería más. Eso podía conducir a una demanda de “representación parlamentaria a los extranjeros que ingresaran o permanecieran ilegalmente en el país”, lo cual “generaría incentivos perversos y minaría el sistema de gobierno”.
Detrás de la iniciativa de Trump hay un miedo evidente a perder, una vez más, el voto popular —lo que, lamentablemente, no garantiza que pierda las elecciones— y que al margen que favorezca a los demócratas se sume el nuevo cuadro demográfico de Estados Unidos. Timothy Snyder, Steven Levitsky, Daniel Ziblatt y otros académicos vienen insistiendo desde hace años en que Trump ha dado forma política a un malestar nativista, por parte del sector más conservador de la población blanca anglosajona de Estados Unidos, que rechaza el crecimiento demográfico de los grupos afroamericanos, latinos y de otras ascendencias étnicas y migratorias.
Que lo que menos le importa a Trump es el sistema político quedó demostrado el año pasado, cuando propuso también que en el censo se preguntara a todos los encuestados el status de su ciudadanía —no de la “nacionalidad”—, como han reportado equivocadamente algunos medios, como La Jornada. Entonces la Corte Suprema desestimó la idea, que Trump trató de imponer con facultades ejecutivas. La nueva propuesta de excluir a los indocumentados del censo busca el mismo fin: borrar a la mayor cantidad de migrantes que, en el caso de los que no han regularizado su condición migratoria, son mayoritariamente de origen mexicano.
Afortunadamente, un tribunal de Manhattan invalidó el pasado jueves la iniciativa del presidente. Todos los habitantes de Estados Unidos, con independencia de su nacionalidad o ciudadanía, tienen derecho a ser censados. La información que se obtiene en esos ejercicios es un recurso básico del Estado, no del gobierno o el partido en el poder. Esa confusión fatal entre Estado y gobierno es otra marca de Trump que se reproduce como una epidemia en todo el mundo, lo mismo entre líderes de izquierda que de derecha.
La doctrina de la exclusión de Trump es profundamente racista. Tanto que, como ha señalado más de un estudioso de la política estadounidense, se acerca mucho o ya está plenamente instalada en el fascismo. Trump quiere a los indocumentados fuera del territorio de Estados Unidos y a la menor cantidad de inmigrantes de origen mexicano en proceso de naturalización y adquisición de la ciudadanía. Esa convicción lo lleva a buscar una sub-representación deliberada, ya no en las elecciones, sino en las estadísticas nacionales.
Borrar a una población de la estadística es vieja práctica de imperios coloniales modernos y fascismos europeos del siglo XX. Pero tampoco fue ajena al estalinismo, el maoísmo, el socialismo real en Europa del Este y cualquier tipo de dictadura latinoamericana. Borrar de la estadística es, en buena medida, deportar por otros medios.