El bonapartismo de Putin

APUNTES DE LA ALDEA GLOBAL

Vladimir Puti, presidente de Rusia
Vladimir Puti, presidente de Rusia Foto: AP

Vladimir Putin acaba de ser reelecto por un sexenio más con 87% de votos. En 2030 habrá cumplido treinta años al mando de Rusia –más que Stalin, un poco menos que Catalina la Grande y Pedro el Grande, respectivamente—, pero nada impide que empate o supere a estos zares de Rusia, con quienes mide su prolongado poder.

Mucho se discute en las ciencias políticas contemporáneas qué tipo de refutación de la democracia se está produciendo en el siglo XXI. Los adjetivos se superponen: iliberales, autocráticos, autoritarios, totalitarios… Existe, sin embargo, un término más viejo, bonapartismo, que utilizaron, sobre todo Marx y Trotski para referirse a diversas dictaduras.

El término se ajusta bien al tipo de sistema político que ha construido Putin en Rusia. Dos elementos de ese sistema son el consenso interno basado en la amenaza externa y la puesta a prueba de la hegemonía con una competencia controlada. Se dirá que ambas son características de toda dictadura, pero lo cierto es que no todos los despotismos necesitan de la guerra para reproducirse ni se arriesgan a disponer de manera permanente de mecanismos plebiscitarios.

Ambas cosas están en la definición de bonapartismo que utilizaron Marx y Trotski para referirse no al régimen del primero de los Bonaparte, sino al tercero, a Luis Napoleón, presidente de la república entre 1848 y 1852 y luego emperador de los franceses hasta 1870. En Napoleón III encontraron Marx y Trotski esa paralela necesidad de guerra y plebiscito que marca el liderazgo de Putin, sobre todo, desde la anexión de Crimea en 2014.

La articulación de ambas dimensiones la observó Trotski, también, en la concentración del poder de Stalin a partir de la Constitución de 1936. Percibía Trotski un creciente militarismo que, con independencia del Pacto Molotov-Ribbentrop dos años después, conduciría al choque militar con los otros imperialismos. Y percibía, a la vez, que ese reforzamiento militar transitaba por una ruta extraparlamentaria, es decir, cada vez más despótica.

Lo que sólo en apariencia podía faltar al stalinismo para ser plenamente un bonapartismo, según Trotski, se resolvía tolerando un reformismo desangelado que, en la práctica, renegaba de las ideas bolcheviques. Además de la guerra como mecanismo plebiscitario, Trotski agregaba un tercer elemento distintivo del bonapartismo stalinista y nazi: la burocracia leal.

Hemos visto en estos días a un ejército de burócratas rusos organizar una contienda enorme a favor de la reelección de Putin. El engranaje de todos esos elementos se pone en evidencia al asociar directamente la invasión a Ucrania con el respaldo popular a Putin. De manera inevitable los rivales de Putin, como Navalny, Minyalko o Nadeshdin, acaban colocados detrás de una franja de objetores de la guerra.

El candidato comunista Nicolai Jaritonov y otro más liberal, Vladislav Davankov, estarían más cerca de una oposición leal, que no se opone a la invasión rusa y ésa es la razón por la que han podido contender. La guerra se convierte, así, en el hilo conductor de la política rusa, como en tiempo de Napoleón III y Bismarck a fines del siglo XIX y como en los de Hitler y Stalin a mediados del XX.

De acuerdo con sondeos de fines del año pasado, la invasión a Ucrania comenzaba a perder popularidad entre los rusos, aunque Putin mantenía altos índices de aprobación. Con la reelección, Putin transfiere algo de su propia simpatía entre los rusos a su escalada militar en el país vecino. La operación produce una complementariedad ventajosa para el Kremlin.

La centralidad de la guerra en el liderazgo de Putin hace crecer, a su vez, la antipatía por Volodimir Zelenski y el nacionalismo ucraniano, que en la nueva lengua política rusa se identifica con el nazismo. El bonapartismo putinista se vuelve remedo de imperialismos decimonónicos que deben más su identidad al pleito con vecinos cercanos que con rivales distantes.

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