La tragedia interminable que se vive en Haití pone en cuestión la gratuidad con que usamos la expresión “Estado fallido”. La frase se aplica indiscriminadamente a muchos países con crisis de seguridad, pero en Haití resulta incapaz de trasmitir la gravedad de lo que sucede.
A tres años del asesinato del presidente Jovenel Moïse por una banda de mercenarios colombianos y haitianos, al mando del militar retirado Germán Rivera, el primer ministro Ariel Henry ha tenido que renunciar en medio de un viaje que lo llevó a Kenia, con el propósito de contratar fuerzas policiales para hacer frente al descalabro de su país.
Hoy por hoy Haití carece virtualmente de gobierno y podría decirse, incluso, que carece de Estado. Ese país del Caribe, siempre amenazado en su dimensión estatal por potencias atlánticas, ahora ve su soberanía reducida prácticamente a la nada por la crónica incapacidad para controlar el régimen interior y monopolizar el recurso de la violencia.
La crisis de esa soberanía ya era palpable cuando el magnicidio de Moïse, asesinado por intentar colaborar con la DEA en la identificación de los capos del narcotráfico en Haití. La trama del crimen desplegó una red amplísima en el crimen organizado que incluyó desde el empresario chileno-haitiano Rodolphe Jaar hasta la propia esposa del mandatario, Martine Moïse.
Ahora esos tentáculos del crimen organizado se han hecho visibles en la policía, las autoridades penitenciarias y las pandillas urbanas. Antes de renunciar en Puerto Rico, Henry había tratado de involucrar a la Comunidad del Caribe y a Kenia en un programa de reforzamiento de la seguridad, con apoyo de la ONU. Ese programa contemplaba la renovación de la policía nacional, con efectivos kenianos, luego de que el propio sindicato policial saliera a las calles a protestar contra el gobierno.
La relevancia que ha adquirido el líder pandillero Jimmy (Barbecue) Cherizier es indicativa del rebasamiento de las fuerzas del orden. Cherizier logró la fuga de casi cuatro mil presos hace semanas, con lo cual demostró su poder, no sólo en las calles de Puerto Príncipe, sino en las cárceles, que en Haití, como en otros países latinoamericanos, son puntos estratégicos de la distribución de la droga.
La evidencia de que este capo de la federación criminal haitiana tiene intereses políticos bien definidos se produjo cuando demandó la renuncia del primer ministro y el adelanto de las elecciones. Por si había dudas de la captura criminal de las instituciones políticas en el país caribeño, Cherizier se ha convertido en las últimas semanas en un referente del drama nacional.
El capo hace declaraciones e interviene en la crisis como si se tratase de un líder de la sociedad civil. Tras una reunión de la Comunidad del Caribe (Caricom), alianza regional sobre la que Cuba y Venezuela han tenido una ascendencia histórica, en Jamaica, con presencia de los cancilleres de Estados Unidos y México, que acordó crear una Junta de Transición, con representantes de los principales partidos políticos del país, Cherizier dijo que no aceptaba la intervención de la organización caribeña.
Cabe preguntarse si ese rechazo a la mediación caribeña, que México respalda, implica en la práctica una apuesta por la intervención más directa de Estados Unidos. No sería la primera vez que actores domésticos de países caribeños convergen en ese viejo expediente, tan costoso, que la Comunidad del Caribe intenta evitar.
Desde América Latina es frecuente colocar a Haití en un lejano extremo de ingobernabilidad. Pero los elementos centrales de esa crisis terminal de inseguridad también se manifiestan, en menor medida, en muchos países de la región. Más vale a la diplomacia latinoamericana, a los medios de comunicación y a las instituciones académicas mirarse en el espejo haitiano y tomarse en serio el colapso de ese Estado que podría prefigurar la catástrofe de nuestros países.