¿Cuántas veces hemos oído recitar la frase “México, el país de la desigualdad”, debida al naturalista prusiano Alexander von Humboldt? La consigna, que suena a anuncio comercial, proviene del Ensayo político sobre el reino de la Nueva España (1808), texto escrito en la víspera de una revolución que acabaría con el antiguo virreinato de la Nueva España y daría lugar, primero, al nuevo imperio de la América Septentrional, y luego, a la nueva República federal.
Humboldt intentaba describir la “espantosa distribución en fortunas, civilización, cultivo de la tierra y población” que había dentro de la Nueva España, si se le comparaba, fundamentalmente, con Europa. Pero la fórmula ontológica e hiperbólica que utilizó —“en ninguna otra parte” se daban, a su juicio, esos contrastes— ha facilitado una visión demasiado fija o inmovilista de la desigualdad en México.
Un estudio recientemente editado por Debate del historiador mexicano Diego Castañeda Garza narra e interpreta la evolución de la desigualdad en los dos últimos siglos. En un momento del estudio, el investigador se aventura a trazar el recorrido del Coeficiente de Gini entre 1844 y 2020, intentando cotejar los cálculos diversos de unos diecisiete estimados de instituciones como el Inegi, el Banco Mundial e investigadores académicos.
De acuerdo con esas estimaciones comparadas, Castañeda Garza encuentra que la desigualdad creció de manera continua entre la República Restaurada y el Porfiriato. Luego continuó creciendo durante la Revolución, hasta estabilizarse entre los años 30 y 70 y comenzar a descender levemente a partir de ahí. Sin abandonar esa ruta moderadamente descendente, la desigualdad habría crecido muy poco, para luego mantenerse por arriba del valor del 0. 40 del Coeficiente de Gini.
De acuerdo con estos cálculos, cuando más creció la desigualdad en la historia de México fue entre 1840 y 1880, periodo en que pasó de poco más de 0. 30 a 0. 40. A partir de entonces, ni el aumento ni el descenso de la desigualdad llegaron a ser tan dramáticos como para rebasar por mucho el 0. 50 o quedar por debajo del 0. 40. Se trata, por tanto, de un resultado que da y quita la razón al barón Humboldt: en México la desigualdad siempre ha sido alta, pero no inmutable ni irreversible.
Desde hace varias décadas, como prueban los informes de la Cepal, México está por debajo de la media en índices de desigualdad de América Latina y el Caribe, que se ubica en torno al 0.45, pero también por encima del promedio de la OCDE que se marca en un 0. 35. Más desiguales que México son Brasil, Colombia, Guatemala y Paraguay, por ejemplo. De hecho, México tendría una posición bastante consistente dentro de los países menos desiguales de la región.
El estudio de Castañeda Garza contraría algunos lugares comunes que, sobre todo en tiempos electorales, pululan en la opinión pública. Por ejemplo, parece más que evidente que durante el Porfiriato y el llamado “periodo neoliberal”, a fines de los siglos XIX y XX, el aumento de la desigualdad no fue tan escandaloso como sostienen las narrativas ideologizadas de la historia. De la misma manera, el descenso de la desigualdad en tiempos del “desarrollo estabilizador” y el “milagro mexicano”, no dejó de ser limitado. Hoy por hoy, México sería menos desigual que en 1970.
La conclusión del libro de Castañeda Garza está muy lejos de cualquier sentimiento de frustración o impotencia: en México la desigualdad sigue siendo alta y es posible reducirla. No hay que inventar fórmulas: simplemente aplicar aquellas políticas públicas que en el pasado y en otros contextos han redundado en una contención o una disminución de la disparidad del ingreso: inversión sostenida y creciente en educación y salud, reforma fiscal progresiva, con impuestos sobre las rentas y las herencias, expansión de los derechos laborales y reconstrucción de una vida sindical dinámica.