La muerte de Henry Kissinger genera una especie de bendición protocolaria, que no indaga en las claves de la ejecutoria diplomática de este importante estadista estadounidense. Frente a la enorme capacidad de decisión de una figura como Kissinger no basta con decir que su trayectoria fue emblemática de la política exterior de Estados Unidos en la Guerra Fría.
Kissinger fue algo más que eso: un arquitecto de esa política, especialmente, entre los años 70 y 80, es decir en el último tramo del mundo bipolar. Y logró serlo porque se formó, no sólo en Harvard, donde estudió, sino en Washington, con la mirada atentamente puesta en la gestión de los secretarios de Estado Dean Rusk y William P. Rogers, que lo antecedieron en el cargo durante los gobiernos John F. Kennedy, Lyndon B. Johnson y Richard Nixon.
La obra de Kissinger fue, en buena medida, una refinación intelectual y política de la estrategia mundial de Estados Unidos durante la Guerra Fría. Kissinger fue, a la vez, un producto y un artífice de aquella estrategia, un belicista y un pacificador de sus propias guerras, empezando por la de Viet Nam. Los nuevos flancos que se abrieron en las últimas décadas de aquella etapa de la historia global, le permitieron moldear su presente desde la política exterior de Washington.
Tres flancos, por lo menos, se abrieron entre los años 70 y 80 y Kissinger los aprovechó para hacer avanzar los intereses de Estados Unidos y consolidar su hegemonía. De un lado, las tensiones con los soviéticos y la apertura económica de China, durante los liderazgos de Zhou Enlai y Deng Xiaoping. Kissinger llegó a percibir aquella tendencia todavía en vida de Mao y la potenció hasta el punto de convertir a China en un objetivo preferente de Estados Unidos.
El otro flanco fue el del ascenso de disidencias al poderío del bloque soviético en Europa del Este. La más notable sería la Yugoslavia de Josip Broz Tito, que tanto Nixon como Carter agasajaron, gracias a los consejos de Kissinger. Pero también podría enmarcarse en el mismo flanco las simpatías de Washington por la Primavera de Praga en 1968 o el ascenso del movimiento Solidaridad en Polonia, a fines de los 70.
En la racionalidad de Kissinger, todo lo que debilitara globalmente a la Unión Soviética era positivo. Una URSS debilitada, a su vez, podía convertirse en un interlocutor aprovechable, bajo un esquema diplomático de détente, baja intensidad o coexistencia pacífica. La relación de Kissinger con Leonid Brezhnev y, sobre todo, con su eterno canciller, Andréi Gromiko, buscó siempre ese tipo de contención.
El tercer flanco, el latinoamericano y caribeño, es donde se plasma el aspecto más siniestro de la estrategia de Estados Unidos y Kissinger en la Guerra Fría. China y la URSS eran grandes y poderosos rivales en la distancia, pero algunos pequeños países latinoamericanos o caribeños, como Cuba, Chile o Nicaragua, estaban demasiado cerca. Esa mezcla de cercanía y pequeñez desataba una agresividad implacable.
Kissinger continuó la política de hostilización de la Revolución cubana iniciada por el gobierno de Dwight Eisenhower. En esa vieja línea anticomunista se inscribió su respaldo decidido a la dictadura brasileña, a los golpes de 1973 en Uruguay y Chile y a la Junta Militar argentina a partir de 1976. La liberación de archivos de la CIA, el Pentágono y el Departamento de Estado ha evidenciado que el papel de Kissinger en esas dictaduras, responsables de graves violaciones de los derechos humanos, fue de profunda implicación.
Murió Henry Kissinger sin que fuera llevado a juicio por crímenes contra la humanidad y terrorismo internacional, como demandaron Christopher Hitchens, Peter Kornbluh y tantos otros. Toca a las y los sobrevivientes de aquellos crímenes y a las historiadoras y los historiadores de la Guerra Fría, que tanto renuevan hoy ese campo de estudio, lograr ese viejo reclamo de justicia global.