Quien se asome a los medios y redes de la política latinoamericana encontrará un mundo aparentemente binario, decidido por el cruce de etiquetas y epítetos. Las izquierdas se llaman a sí mismas “populares y democráticas” y llaman a las derechas “golpistas, fascistas y reaccionarias”. Las derechas se definen como “liberales” y también “democráticas” y acusan a las izquierdas de “comunistas, populistas y autocráticas”.
Casi todos los gobiernos de la región poseen marcos constitucionales democráticos. Pero el lenguaje político parece representar esas democracias como si fueran sus antípodas: dictaduras, estados de excepción, golpes militares, revoluciones. La política latinoamericana está, normativamente, instalada en el siglo XXI. Su representación mediática gravita hacia la bipolaridad de la Guerra Fría.
Lamentablemente no se trata sólo de una disociación discursiva. También tiene consecuencias prácticas sumamente costosas como pudo constatarse en los últimos estallidos sociales, que experimentaron casi todos los países de la región. Vale la pena recapitular algunas reacciones a aquellos estallidos, desde gobiernos de derecha o izquierda, para verificar su saldo represivo.
En Chile, Colombia y Bolivia los gobiernos de Sebastián Piñera, Iván Duque y Jeanine Áñez reprimieron los estallidos con el viejo argumento de seguridad nacional de que los manifestantes eran “terroristas” y “subversivos” que buscaban la destrucción de la democracia. En su versión más folletinesca, a la manera de ideólogos como el argentino Agustín Laje, lo que buscaban las protestas era una “revolución molecular”, que alinearía a la región con las nuevas autocracias del siglo XXI.
La reacción a las protestas populares en Venezuela, Nicaragua y Cuba, conducida por los gobiernos de Nicolás Maduro, Daniel Ortega y Miguel Díaz-Canel, no fue muy diferente, aunque con otras palabras. A los manifestantes, en su mayoría espontáneos, se les acusó de “vándalos y marginales” y se les implicó en una trama de “golpe blando” organizado por la derecha y Estados Unidos. Cientos en Nicaragua y más de mil en Cuba fueron encarcelados por esos cargos.
Cuando los gobiernos de derecha criminalizaban a la ciudadanía inconforme con el bulo de la “revolución molecular” intentaban deslegitimar a toda la oposición de izquierda, como referente o beneficiaria de los estallidos. Cuando las izquierdas gobernantes penalizaban las demandas populares con la trama del golpe de la derecha y Estados Unidos buscaban convertir la protesta en un delito de traición a la patria.
En algunos países, como Perú, ese choque de deslegitimaciones se instaló en el conflicto entre el presidente Pedro Castillo y el congreso peruano. Los resultados están a la vista: intento de autogolpe del presidente, su destitución legislativa y presidencia interina de Dina Boluarte, con mucha capacidad represiva y poca de concertación de un adelanto de las elecciones.
La destitución de Castillo, sometida a la lectura reduccionista del “golpe de Estado”, ha servido de antecedente a nuevos gobiernos de la izquierda democrática, como los de Alberto Fernández en Argentina, Andrés Manuel López Obrador en México y Gustavo Petro en Colombia. Los tres han utilizado el contraejemplo de Castillo para denunciar “golpes blandos” de las oposiciones, los medios, las cortes supremas y, de manera inverosímil, Estados Unidos, a pesar de sus buenas relaciones con Washington.
El analogismo, que recuerda otros brutales y simplistas como el “remember the Alamo” o el “remember the Maine” del jingoísmo estadounidense, intenta deslegitimar a toda la oposición argentina, mexicana y colombiana, no sólo a su segmento más extremista. Lo intenta, pero ¿lo conseguirá? Hasta ahora el estilo polarizante le ha funcionado a López Obrador, no así a Fernández en Argentina o a Petro
en Colombia.