Hace medio siglo se instauraron las últimas dictaduras militares de Uruguay y Chile, en la Guerra Fría. En Montevideo, los expresidentes Julio María Sanguinetti, Luis Alberto Lacalle y José Mujica se unieron al actual mandatario, Luis Lacalle Pou, en una rememoración crítica de aquel régimen, que duró doce años y dejó un terrible rastro de violencia y represión.
Los cuatro presidentes, de diversas orientaciones ideológicas y políticas, evocaron a los otros mandatarios de la democracia, fallecidos recientemente: Jorge Batlle, quien murió en 2016, y Tabaré Vázquez, que falleció en 2020. Los cinco políticos gobernaron de manera continua, sin interrupciones del ciclo constitucional ni regresiones autoritarias, las últimas cuatro décadas.
Es realmente difícil que esa escena de Montevideo se repita en otra capital latinoamericana. La democracia es la forma de gobierno predominante en la región desde hace cuarenta años. Nunca hubo, en la historia de América Latina y el Caribe, un periodo tan largo de mayoría de gobiernos democráticos. Sin embargo, la polarización generalizada hace virtualmente imposible que ex mandatarios de izquierda, derecha y centro se unan en una misma ceremonia.
La dictadura militar uruguaya de 1973 fue el tercero de aquellos regímenes de “seguridad nacional” instaurados en el Cono Sur. El primero fue el brasileño, tras el golpe de Estado contra Joao Goulart en 1964. Luego se produciría el giro de la vieja dictadura cívico-militar de Alfredo Stroessner, en Paraguay, al modelo más hermético de los regímenes autoritarios de la Guerra Fría.
Finalmente, en septiembre de 1973, con el golpe de Augusto Pinochet contra Salvador Allende, y luego el de la Junta argentina contra María Estela Martínez de Perón, en marzo de 1976, se cerró el círculo de aquellos despotismos anticomunistas de la Guerra Fría. Esas cinco dictaduras, la brasileña, la uruguaya, la chilena, la argentina y la paraguaya, desarrollaron un sistema de permanente colaboración informativa y técnica para agenciar el “combate a la subversión”.
Muy pronto el gobierno chileno, que encabeza Gabriel Boric, promoverá los actos conmemorativos por el medio siglo del sangriento golpe contra el presidente Allende. Habría que ver si en Santiago se repite una escena parecida a la de Montevideo: Boric, como anfitrión de Eduardo Frei, Ricardo Lagos, Michelle Bachelet y Sebastián Piñera, en un acto de desagravio por las décadas de terror que impuso el pinochetismo en Chile.
Si otro gobierno latinoamericano, además del uruguayo, puede lograr algo así es el chileno. Más inconcebible sería imaginar a Lula en una ceremonia similar junto a Fernando Collor de Mello, Fernando Henrique Cardoso, Dilma Rousseff, Michel Temer y Jair Bolsonaro. No por Dilma o Fernando Henrique, probablemente, sino por los otros tres y por el propio Lula.
No hace mucho, en Buenos Aires, Lula se reunió con José Mujica, Cristina Fernández de Kirchner y Alberto Fernández, y festejaron las cuatro décadas del “regreso a la democracia” en Suramérica, después de aquellas dictaduras. Fue una celebración de aliados de izquierda, no una ceremonia de Estado convocada por todos los actores políticos del país o la región.
Cuando la democracia, esencialmente una construcción plural y pactada, se identifica con un partido político o una corriente ideológica, algo anda mal. Así se desvirtúa el sentido más genuino de las transiciones democráticas, que asociamos con el “Nunca Más” de Ernesto Sábato y Julio César Strassera, el Juicio a las Juntas y las abuelas y madres de la Plaza de Mayo.
El “Nunca Más”, también, del Informe Rettig en Chile y de los tantos e inacabados esfuerzos por dar cauce judicial a los crímenes y violaciones a derechos humanos de regímenes militares en Centroamérica y en el México de la Guerra Sucia. El “Nunca Más” de la democracia real y existente, en una región que reniega de su forma de gobierno.