La vulgarización del gesto parricida, que acompaña el cliché psicoanalítico, hace del padre un tabú o un pretexto. Algo así le leímos a Héctor Abad Faciolince en El olvido que seremos (2006), donde se recuerda el hecho elemental de que no todas las cartas al padre tienen que parecerse a la de Franz Kafka.
La figura del mundo (Random House, 2023) es justamente eso: un tipo muy distinto de carta al padre. Un padre que no es un comerciante frío sino un filósofo apasionado, al que se dirige su hijo escritor. Las memorias de Juan Villoro reparan todo el tiempo en los silencios de su conversación con Luis Villoro. De ahí que el tono del libro se acerque mucho al de un recado póstumo.
Luis Villoro Toranzo —el dato se reitera en el libro como el arjé griego— nació en Barcelona en 1922. Pero a diferencia de tantos otros intelectuales españoles de su generación que, por su oposición al franquismo, acabarían exiliados en México, sus conexiones mexicanas eran previas. Su madre venía de una familia hacendada de San Luis Potosí, que llegó a España huyendo de la Revolución mexicana.
El futuro filósofo de izquierda comenzó su formación en un internado jesuita en Bélgica y Villoro hijo advierte que ese itinerario, del catolicismo a la revolución, es muy común en la América Latina de la Guerra Fría. Menciona a Fidel Castro, Julio Scherer García y el Subcomandante Marcos como rebeldes criados en escuelas jesuitas. Pero la lista podría ampliarse con los jóvenes del MAPU de la Unidad Popular de Salvador Allende, en Chile, o el “cura Pérez” y varios guerrilleros colombianos de los 60.
Cuenta Juan Villoro que su padre, graduado en la UNAM e integrado al Grupo Hiperión (Emilio Uranga, Jorge Portilla, Ricardo Guerra, Joaquín Sánchez McGregor, Salvador Reyes Nevarez, Fausto Vega Gómez), discípulos de José Gaos que exploraron la “filosofía de lo mexicano”, tuvo muy poco contacto con el ambiente contracultural de los años 60. Su mundo no era el del rock, el sexo y las drogas sino el de la revista El Espectador y de una reveladora admiración por Mahatma Gandhi y Martin Luther King.
La historiadora Elisa Servín ha estudiado El Espectador, donde colaboraron varios impulsores del MLN cardenista (Carlos Fuentes, Víctor Flores Olea, Enrique González Pedrero, Jaime García Terrés…), como un proyecto inscrito en el ideario de la Nueva Izquierda mexicana en la Guerra Fría. Una antología reciente, a cargo de Guillermo Hurtado, que reúne textos de Luis Villoro en aquella publicación, La identidad múltiple (El Colegio Nacional, 2022), confirma el análisis de Servín.
Dos de los libros fundamentales de Luis Villoro, Los grandes momentos del indigenismo en México (1950) y El proceso ideológico de la revolución de independencia (1953), que han cumplido setenta años con mucha vigencia, fueron ejercicios de historia de las ideas que buscaban claves emancipatorias en el pasado mexicano. Pero sus fuentes no provenían del marxismo sino de una tradición teológica que se remontaba al siglo XVI hispánico con Suárez, Vitoria, Las Casas y Vasco de Quiroga.
Villoro hijo narra esa ruta alterna hacia la izquierda como una opción intelectual que explicaría la identificación final de Villoro padre con la rebelión zapatista en Chiapas. La figura del mundo presenta ese último gesto, que es filosófico y práctico a la vez, como un legado que el hijo preserva del padre. La apuesta por la causa de los pueblos chiapanecos, en los dos, parece ser la salida más digna a los dilemas de la condición letrada.
Otra herencia de Luis, que Juan reclama para sí, es la pasión por el futbol. Hay pasajes aquí, como en tantos otros libros de Juan Villoro, que muestran esa pasión bajo la luz de una sabiduría que recuerda al Séneca de las cartas a Lucilio. Justo en esos momentos aparecen, también, los aspectos más inquietantes de la relación con el padre, que tienen que ver con aquellos silencios que se ahogaban en los gritos de las gradas.