El nuevo Bossuet o la idea autocrática

APUNTES DE LA ALDEA GLOBAL

Jacques-Bénigne Lignel Bossuet​
Jacques-Bénigne Lignel Bossuet​Foto: Wikipedia
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Las ciencias políticas contemporáneas se han llenado de títulos sobre las nuevas autocracias a nivel global. Esa producción intelectual da cuenta de una erosión real de la democracia, perfectamente verificable en cualquier lugar del mundo. El problema con el diagnóstico cada vez más generalizado es que se aplican los conceptos de “autocracia”, “regresión” o “transición” al autoritarismo a regímenes políticos que no podrían ser más distintos.

Se supone que en una autocracia es indispensable la figura de un líder todopoderoso. Pero, como se sabe, hay caudillismo en las propias democracias y en diversos tipos de autoritarismo. En México, por ejemplo, hubo líderes caudillistas como Luis Echeverría, José López Portillo o Carlos Salinas de Gortari, que respetaron las reglas de la sucesión presidencial y la no reelección.

Más propio de una autocracia sería el liderazgo que incorpora plenamente a la institucionalidad del régimen el carácter imprescindible o providencial del líder. Intelectualmente se trataría de una operación similar a la del abate Bossuet en tiempos de Luis XIV. En contra de las teorías pactistas del antiguo régimen, Bossuet sostenía el origen divino de la legitimidad de los reyes.

El mandato de aquellos monarcas absolutos tenía su fuente de legitimidad más allá del pueblo o su representación. En esencia, se trataba de un don, el carisma, que Dios confería a su elegido y que éste aplicaba al ejercicio del gobierno. Durante el siglo XIX, el bonapartismo secularizó aquella idea del designio providencial por medio de una versión moderna del emperador como garante de la integridad y la expansión territorial.

Aquellos liderazgos fuertes decimonónicos, tipo Napoleón o Bismarck, más que los totalitarios del siglo XX, doctrinalmente muy cargados, tienen un aire de familia con las autócratas de nuestro tiempo. No sólo por esa falta de espesor ideológico sino por un nacionalismo epidérmico, muchas veces puesto en función de agendas nativistas o así llamadas “antiglobalistas”, como sucede con Vladimir Putin en Rusia o Viktor Orbán en Hungría.

A pesar de esa sintonía y su alianza a toda prueba —Orbán fue el único mandatario de Europa que se congratuló con la reelección de Putin— ni siquiera son equivalentes esos dos líderes. La gran diferencia entre uno y otro es que Putin introdujo el providencialismo en el propio sistema político ruso, y Orbán no. El primer ministro húngaro y su partido han ganado las elecciones europeas, pero su rival ultraconservador, Péter Magyar, puede vencerlo en las nacionales.

Hablamos de una diferencia sustancial y es que el líder pueda perder el poder, también evidenciada en las últimas elecciones turcas, donde Recep T. Erdogan ganó por poca ventaja. Esa diferencia se vuelve crucial en América Latina y el Caribe, donde muy pocos regímenes políticos tienen en sus normas la reelección indefinida y se basan en la ilegitimidad de la oposición.

Uno de esos regímenes, el venezolano, se pondrá nuevamente a prueba muy pronto. Muchos se preguntan, con razón, si es real la posibilidad de una alternancia en el país suramericano. Por lo pronto, las evidencias de una implementación madurista del principio del líder indispensable e irremplazable son muchas.

Una de las últimas fue la reunión, en el Palacio de Miraflores, de Maduro con líderes evangélicos, que le dijeron al presidente de la república que así como Dios había elegido a Chávez para encabezar a Venezuela, él, como sucesor del líder de la Revolución Bolivariana, heredaba aquel mandato divino.

Los nuevos autócratas del siglo XXI no son exactamente reyes o emperadores, monarcas o sultanes, pero coinciden con aquellos en imaginar sus países como reinos, no como repúblicas. En sus reinos, como el Peer Gynt de Henrik Ibsen, estos monarcas de sí mismos trasmiten a la ciudadanía una visión del mundo basada en la egolatría y el narcisismo.