El asesinato de líderes revolucionarios fue una práctica recurrente en las primeras décadas del siglo XX latinoamericano y caribeño. En México, Madero, Zapata, Carranza, Villa, Carrillo y Obregón no murieron en combate sino ejecutados. Los cubanos Julio Antonio Mella, Rafael Trejo, Antonio Guiteras, Sandalio Junco, Jesús Menéndez y Aracelio Iglesias murieron todos asesinados entre los años 20 y los 40.
Dentro de aquellos frecuentes homicidios políticos destaca, por su dramatismo y conmoción, el del líder de la Revolución nicaragüense, Augusto César Sandino, en febrero de 1934. Después de un lustro de resistencia contra la intervención de Estados Unidos, al frente de un ejército popular, en 1933 Sandino firmó la paz con el gobierno de Juan Bautista Sacasa.
Desde fines de 1932, la administración estadounidense de Herbert Hoover había anunciado el retiro de sus tropas de Nicaragua, con la esperanza de que el control militar de la Guardia Nacional, en manos de Anastasio Somoza García, y un poder político favorable a caudillos antisandinistas como José María Moncada, contendría el liderazgo ascendente del llamado “general de hombres libres”.
La elección presidencial, en 1933, de Juan Bautista Sacasa, un médico liberal, facilitó el proyecto pacificador. El nuevo presidente reconoció el triunfo de Sandino, que en aquel año representaba el rol de protector de una paz ganada a sangre y fuego en las selvas de Las Segovias. Todo aquel año de 1933, Sandino y su ejército popular representaron la mejor garantía para una reconstrucción democrática, en condiciones soberanas.
Eran frecuentes los encuentros de Sandino con el presidente Sacasa y con Somoza. En una foto con este último, el líder revolucionario, delgado y pequeño, echa el brazo encima del hombro del militar más alto y robusto. Los dos sonríen levemente, Sandino con franqueza y Somoza con rictus de disimulada molestia.
En aquellos meses de tensa paz los asesinos estudiaron la rutina de Sandino y fraguaron su ejecución. La noche del 21 de febrero, Sandino cenó con Sacasa en el Palacio Presidencial de la Loma de Tiscapa, en Managua. Lo acompañaban su padre Gregorio Sandino, su hermano Sócrates Sandino, el Ministro de Agricultura Sofonías Salvatierra y sus generales Francisco Estrada y Juan Pablo Umanzor.
A la salida de la cena, el grupo fue arrestado y separado por oficiales de la Guardia Nacional. Sandino, su hermano Sócrates, Estrada y Umanzor fueron conducidos al campamento de El Hormiguero, mientras el padre y el ministro Salvatierra eran retenidos en el Campo Marte. Los hermanos Sandino y sus lugartenientes serían asesinados aquella misma noche.
El estremecimiento que este crimen provocó en América Latina fue palpable en las semanas y meses siguientes. Sobrevivientes como el padre, Gregorio Sandino, y el ministro Salvatierra dejaron testimonios inmediatos del suceso. La poeta chilena Gabriela Mistral, que habían denunciado la intervención estadounidense y hasta había pronosticado la muerte del líder, dejó escritas páginas llenas de indignación.
José Vasconcelos, por su parte, observó algo que merecería mayor atención: al morir, Sandino era un vencedor, no un vencido, como pudiera pensarse que fueron el Madero derrocado de 1913 o el Zapata arrinconado de 1919. A Sandino lo mataron en el momento más estelar de su gloria, cuando saboreaba una victoria frágil, que podía convertirse en plataforma de un nuevo proyecto político nacional.
Los dos, Mistral y Vasconcelos, vieron en la muerte de Sandino la reafirmación de una constante trágica en la historia latinoamericana que “hacía de sus héroes víctimas, de sus sabios proscritos y de sus hombres honrados parias”. Ni uno ni otra eran comunistas o socialistas, de hecho, tampoco eran ya revolucionarios, y, justamente por ello, vieron en Sandino el símbolo más integrador del antimperialismo latinoamericano.