Decía González Casanova que en México existe la cultura del poder, como característico de lo viejo, entremezclado con una política de masas, con símbolos de represión, actos de fuerza, concesión, negociación y convenio. Lo más destacable quizá es la frase “actos de fuerza”.
En México, como en muchos otros países, la votación, el famoso día “D”, es el foco que atrae la atención de analistas, académicos y de la población. Comúnmente se piensa que, si sucede el día electoral, sin tantas irregularidades, a eso se puede llamar democracia, como retoman los observadores daneses, Jorgen Elklit y Palle Svensson. Esto hace que los prerrequisitos de elecciones democráticas terminen por ser ignorados.
México no es la excepción, en la cultura transicional mexicana se estableció que siempre que hubiera día de la elección, había democracia. Hoy que el Poder Ejecutivo ha golpeado con más fuerza la autonomía del INE, algunos actores transicionales hablan de que “la democracia corre riesgo”.
La realidad es que México tiene mucho más tiempo siendo un régimen híbrido, y quizá el punto más claro está en la reforma electoral de 2014, que entronizó a las dirigencias políticas y marcó el camino hacia decisiones más autoritarias. Como lo he dicho antes, ésta será la primera elección, de los últimos 30 años, donde con marco legal actualizado, no habrá un partido nuevo en la boleta presidencial, lo que pega directo en la libertad asociativa; por otro lado, en 2024, la inmensa mayoría de los partidos se saltó las reglas electorales, es decir, rompió el Estado de derecho en lo preelectoral.
Las precondiciones democráticas no fueron cuidadas por los actores, que cayeron en la emboscada gubernamental autoritaria. De hecho, la mayoría de los dirigentes partidistas provienen de selecciones bastante cuestionadas de antidemocráticas para ser dirigentes.
Lo que vimos en cámara lenta es que, desde 2014, el espíritu de la transición democrática fue seriamente abollado por el Pacto por México, las opciones políticas se mimetizaron al centro del espectro sin distinción, y el fantasma del aparato estatista que había estado fuera de la dinámica democrática, encontró la ventana para regresar en 2018.
Esto representó la derrota cultural de la transición, la cultura democrática liberal fracasó en culturizar a la sociedad mexicana; frente a ella, el populismo estatista, que permanecía dormitando, regresó con una fuerza indómita en el 2018, este estatismo revolucionario tiene como eje frenar o dominar otras manifestaciones, reencauzarla, recuperarlas o simplemente anularlas. El eje paternal.
Ese dominio se ha realizado bajo dos caminos: adopción y tolerancia. La adopción expropia la cultura al otro, y la tolerancia a las formas; es en el segundo, donde, de acuerdo a González Casanova, en la cultura política nacional se ha llegado a tolerar la corrupción y la represión. Es aquí donde entramos a la “parcialización” de la vida pública que tanto encanta al populismo.
Esta cultura del poder es violenta y de fuerza o de silencios poderosos o rebeldes. En esta cultura la autocensura es prudencia, la disciplina consultada es eficacia y la lealtad debe ser hasta la abyección.
Hoy, el populismo mexicano grita a los cuatro vientos que lo que sigue para él es un largo periodo de gobierno, que abarcará sexenios; lo dudo mucho, el liberalismo mexicano tampoco es tan tonto, ha sido más bien perezoso, en vez de entrar a la difícil tarea de reformarse, le regaló su vehículo a intereses particulares que han convertido sus decisiones en moneda de cambio para negociar con el Gobierno en turno. El liberalismo mexicano necesita repensarse a sí mismo después de la elección. Volver a discutir sus principios filosóficos y políticos, y, sobre todo, desculturizarse del populismo estatista que ha adoptado gran parte de su espectro.